Escudo de la República de Colombia
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Había una vez un pintor que se dedicó a pintar al tirano. Pintó su rostro neurótico con una expresión de grandeza. Pintó sus manos -temblorosas de Parkinson- y las dotó de una apacible serenidad. Pintó su cuerpo ya giboso con unos trazos que desbordaban el lienzo. Esas pinturas lo dieron a conocer públicamente como El Pintor y en privado como El Canalla.

La muerte del tirano no sorprendió a nadie (el pueblo lo había matado en sueños durante años), pero al pintor lo llenó de pesadumbre saber que lo cremaran y hundieran sus cenizas en un gris monolito (las malas lenguas dijeron que para evitar cualquier resurrección posible).

El pintor tuvo un pálpito que consideró inspirado. Comenzó a pintar los mismos cuadros, pero sustituyó la cabeza del tirano con una piedra memorable y solemne.

Los críticos no tuvieron piedad. Lo acusaron de traición a la memoria del Padre de la Patria. Lo acusaron de mercenario. Lo fusilaron en una espléndida mañana de invierno.

En su casa, escondido bajo unas tablas, descubrieron un lienzo sin terminar. Tenía las manos temerarias, el cuerpo del tirano, pero, bajo una primera capa de pintura, el rostro del pintor.