Escudo de la República de Colombia
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Cuento tomado del libro "La conmoción de los encuentros" de Sílaba Editores

Las primeras veces que los vi pensé que se habían escapado de algún aviario tropical. Me alegraba encontrarme con su belleza impúdica, ostentosa, toda turquesa y tornasol con gradaciones de verde y dorado, cruzando la calle como el cortejo de un rey, indiferentes al tráfico, a la gente, a la vulgaridad del mundo.

Luego me enteré de que vivían allí de mucho tiempo atrás. Escuché varias hipótesis sobre su origen: que eran hijos y nietos de los sobrevivientes de un criadero de aves exóticas destruido por el huracán Andrew; que descendían de aves liberadas por el dueño de una tienda de animales en bancarrota; que en los comienzos del barrio una pareja trajo algunos a su jardín como adorno, en lugar de los flamencos de plástico rosados que se usaban entonces, y que, tras la muerte de esta, los pájaros se reprodujeron sin control e invadieron los jardines de otros vecinos hasta extenderse por todo el vecindario, en el que las copas de los árboles formaban bóvedas sobre las calles y muchas de las casas tenían pequeños bosques como jardines. Fuera cual fuera la explicación, sentía que los pavos reales y yo nos parecíamos: habíamos llegado allí por accidente y estábamos aclimatados, a pesar de que nunca perteneceríamos del todo a ese lugar.

Una noche me despertó un sonido horrendo que venía del patio trasero. Era un grito metálico que se repetía con la urgencia del llanto de un recién nacido. Siempre que parecía extinguirse, volvía a empezar con fuerza renovada. Mi marido, que tiene el don de morirse cada noche, roncaba impávido, pero Luciana llegó aterrada a mi cuarto. No pudimos dormir hasta el amanecer, cuando finalmente cesó.

Al día siguiente, llegué de recoger a Luciana de la escuela y varios de mis vecinos estaban reunidos en el jardín de Beth y Lucy, en frente de mi casa. Beth me hizo señas para que cruzara la calle y me uniera. El grupo se notaba preocupado, y me imaginé que había pasado algo malo en la cuadra.

—¿Qué tal dormiste anoche? —me dijo Sam riéndose.

—¿Qué demonios era ese ruido, Sam? —pregunté.

—Pavos reales. Anoche conté cuatro en tu patio trasero.

—Así es la vida en los trópicos —les dije, pero solo a Cyrus, el hippie de la casa de la esquina, le pareció chistoso.

—Si anidan, vete acostumbrando al ruido—dijo Lucy.

—¿No les parece que ese es uno de los encantos de vivir aquí? Uno está en contacto con seres vivos —se aventuró a decir Cyrus. Michelle y Beth lo miraron como a un caso perdido.

—Y compra una pala —agregó Michelle—: esos bichos producen mierda por toneladas.

—Destruyen los jardines, se cagan por todas partes, dañan los carros… —añadió Beth.

Parecían hablando de una pandilla de delincuentes juveniles. Yo debía de estar mirándolos muy sorprendida, porque Sam, que era un profesor retirado, adoptó su tono pedagógico.

—Son unas aves muy hermosas, pero traen muchos problemas de higiene y de salud. Hay partes del Grove en los que las casas han perdido valor en el mercado por su culpa… y como el condado es, por ley, un santuario de aves, no se les puede hacer nada…

—Si esos hijos de puta se comen mis flores, los lleno de balines y pago la multa feliz —replicó Beth.

—No solo es una multa, Beth. Puedes ir a la cárcel —le advirtió Sam—. Laura, deja funcionando los aspersores todas las noches. Tal vez eso los espante. Tu perra los puede asustar de día.

—Otra de las razones por las que nos estamos yendo al diablo en este país —dijo Beth—. Ya no se les puede disparar a las plagas. Además, que los protejan no tiene sentido ecológico. Esos pájaros no son de aquí, son invasores.

En ese momento, los niños que jugaban en el prado de la casa de Sam gritaron para llamar nuestra atención. En el antejardín de Michelle, un pavo había desplegado su cola y avanzaba girando hacia tres hembras que picoteaban el césped con aire aburrido. Una de ellas alzó la cabeza y el macho la montó por unos segundos, sin cerrar su abanico tornasolado. Los niños mayores se secreteaban y reían. Los adultos no podíamos disimular nuestra incomodidad.

—De pronto me acordé del padre de mi hija —dijo Beth con toda seriedad, y nos reímos aliviados.

Hicimos lo que recomendó Sam. Encendíamos los aspersores por las noches. En el día dejábamos salir a la perra cada vez que los pájaros llegaban a nuestro patio. La perra era grande pero inofensiva, y era clarísimo que quería jugar con ellos, pero los pavos volaban aterrorizados por encima de la cerca en cuanto la veían acercarse. También compramos globos espantapájaros, una especie de linternas japonesas amarillas con enormes ojos rojos y negros, y los amarramos a las ramas del flamboyán. No queríamos que, por nuestra culpa, los pavos reales se apoderaran de la cuadra y perdiéramos nuestra reputación de buenos vecinos, esa insignia invisible que nos acreditaba como miembros de la clase media suburbana estadounidense.

Las nuestras eran casas cómodas pero modestas, de las que cada vez quedaban menos en el barrio. Más o menos diez años atrás, los constructores de residencias de lujo habían descubierto el sector y sus lotes de un acre de extensión con árboles crecidos y ocupados por casas tan viejas y deterioradas como sus dueños, muchos de ellos dispuestos a vender y mudarse a un buen hogar de ancianos. Quienes compraban las nuevas mansiones solían ser latinos ricos, cubanos de segunda generación o emigrados argentinos, venezolanos o brasileños, sin ningún interés en ocultar su dinero y su éxito en la vida. No obstante, a pesar del influjo de hispanos, el vecindario seguía siendo predominantemente blanco, una rareza para Miami.

Desde la ventana de mi estudio podía ver cómo convivían el viejo y nuevo orden. Los judíos ortodoxos que caminaban a la sinagoga vestidos de negro bajo un sol infame, mientras una brasileña muy joven y muy bella que vivía en la casa nueva enseguida de Lucy y Beth se asoleaba desnuda, indiferente a que el seto plantado para bloquear la vista de su piscina aún no crecía. Sam, Cyrus, Lucy y Beth, que vivían allí desde los comienzos del vecindario, intercambiaban consejos de jardinería. Luciana jugaba con los niños de otras familias como la nuestra, acomodadas pero de ningún modo ricas, que habían llegado en años recientes atraídas por la calidad de las escuelas públicas y la seguridad de la zona.

A pesar de nuestras precauciones, los pavos terminaron asentándose en un lote baldío en la siguiente cuadra. No sufríamos sus serenatas nocturnas, pero con frecuencia pisábamos una de las numerosas pilas de guano que dejaban en las aceras; un macho atacó su propio reflejo en el capó del carro de Michelle y dañó la pintura; otro por poco mata el chihuahua de la brasileña nudista; se comieron las petunias y las zinnias del jardín de Lucy y Beth; decapitaron las rosas de Sam. Y Beth y Cyrus ya no se hablaban más, según Beth porque Cyrus se creía “el puto San Francisco de Asís”. Cyrus no quería tocar el tema.

En esas estábamos, cuando el huracán Irma cruzó el Atlántico y devastó Anguila, Barbuda, San Martín, parte de las Bahamas y Cuba, presagiando una destrucción sin precedentes en la Florida. La tormenta tocaría tierra muy cerca de nuestra casa según varios de los rumbos pronosticados por los meteorólogos, y en la ciudad se respiraba el pánico: la gasolina escaseaba y era común que los cajeros electrónicos no tuvieran efectivo. Largas colas de autos se formaban en los estacionamientos de las tiendas de materiales de construcción, indispensables para proteger las casas de la furia destructora del huracán, o en los de los supermercados, que pronto se quedaron sin agua embotellada y enlatados. Los conductores, ya de suyo impacientes por el calor inicuo de septiembre, estallaban a la más mínima provocación.

Nuestra calle fue declarada zona de inundación y casi todos los vecinos decidimos evacuar. Se quedaron Cyrus, que vivía con su mamá nonagenaria y al menos veinte animales de especies distintas que no podía llevarse consigo, y Lucy y Beth, que no querían repetir la experiencia del huracán Andrew, veinticinco años atrás, cuando encontraron su casa saqueada al regresar de la evacuación. Pasamos a despedirnos de ellas antes del viaje y estaban de buen ánimo, clavando un letrero en su césped. No nos atrevimos a decirles que el que se quedaran era una irresponsabilidad, como se los dijo Sam el día anterior. Había algo de enternecedor en el par de viejas, Beth gruesa y bajita, con los brazos y el cuello tatuados, martillando y maldiciendo, y Lucy, en su vestido blanco, alta y delicada como una garza, dándole instrucciones. El aviso, en cuidadas letras de molde azules sobre un fondo rojo decía: “Aquí les disparamos a los saqueadores”.

Millones evacuamos la península de la Florida hacia estados vecinos. Nosotros manejamos más de mil kilómetros hasta Georgia y nos quedamos una semana en casa de unos amigos. El huracán, que arrasó otros lugares en su trayectoria, apenas rozó Miami.

Cuando volvimos, encontramos las calles y los andenes casi intransitables; tantos eran los árboles y las cercas derribados. En nuestra casa, el viento rasgó el techo de lona que cubría el corredor, y los clerodendros del jardín yacían moribundos con las raíces al aire. La falta de electricidad obligó a la gente a tirar toneladas de comida que se acumulaba y pudría en los botes afuera de las casas porque no se había restablecido el servicio de recolección de basuras. El aire estaba cargado de humedad y podredumbre y se pegaba a la piel como un fluido viscoso y malsano.

El apagón se prolongó por una semana más después de nuestro regreso. La casa de Beth y Lucy era una de las pocas en la cuadra que tenía un generador eléctrico, y ellas la abrieron a todos los vecinos. Llegábamos al atardecer y cargábamos los teléfonos y tomábamos cerveza helada mientras alguien hacía hamburguesas o salchichas para todos en el asador del jardín y los niños jugaban en el prado. Nos quedábamos hasta mucho después de la caída del sol a las ocho de la noche porque las escuelas seguían cerradas y los niños no tenían que levantarse temprano.

Los únicos vecinos que faltaban eran los brasileños de la mansión y Cyrus. Lucy los había invitado a él y a su mamá, pero solo la señora aceptó. Todas las tardes, Cyrus la llevaba a la reunión, la dejaba en el oasis de aire acondicionado de la sala de Beth y Lucy y volvía por ella unas horas después.

Pocas veces he participado de un alivio colectivo como el del día en que reestablecieron la electricidad y los aires acondicionados del barrio revivieron al unísono. Sin embargo, pasarían meses antes de que la vida volviera a sus cauces de siempre; debíamos reparar cercas y techos y volver a plantar los jardines. También necesitábamos que el condado levantara las pilas de ramas y hojarasca que obstruían los andenes y servían de refugio a todo tipo de alimañas, cosa que finalmente sucedió a comienzos de noviembre. Esa tarde, nos reunimos en frente de la casa de Michelle a ver los ires y venires del bulldozer que recogía los últimos vestigios del huracán.

—Oigan… ¿se han dado cuenta de que los pavos reales ya no están? —dijo Michelle.

—Debe ser que la tormenta destruyó sus nidos y se fueron a otro lado —opinó Sam.

—Algo bueno había de tener Irma —dijo la brasileña, ataviada para la ocasión con una salida de baño semitransparente, y asentimos.

Una mañana, pocos días después de que limpiaran las aceras, vimos llegar un carro de policía y una camioneta del departamento de servicios animales del condado a la casa de Lucy y Beth. Pasada casi una hora, el funcionario del condado salió de la casa empujando una carretilla con bolsas de basura y las dejó en la camioneta. El hombre volvió con otro cargamento minutos después. El policía lo ayudó a subir las bolsas a la camioneta y se fueron.

Beth le confesó a Sam que cuando todos evacuamos, aprovechó para matar a los pavos reales con raticida envuelto en pedazos de pan. Enfrentada con el problema de que siete pavos muertos despertarían sospechas, decidió empacarlos en bolsas de basura y meterlos en un congelador que tenía de la época en la que solía ir de pesca todos los fines de semana. Alguien la denunció anónimamente. Ella creía que había sido Cyrus, pero Sam estaba convencido de que Cyrus era demasiado bueno para hacer algo así. En los días después del huracán hubo tanta gente en la casa de Beth y Lucy que cualquiera pudo haber encontrado por error el congelador con los cadáveres de los pájaros.

Los pavos reales estaban en una especie de limbo jurídico. Como no eran aves nativas de la Florida, su muerte solo se castigaba si era causada por métodos “inhumanos”. La necropsia reveló que Beth usó una dosis de matarratas tan alta que probablemente los pájaros murieron de un doloroso paro respiratorio a pocas horas de tragarse el veneno. La juez, que con seguridad tenía criminales más peligrosos que enviar a la cárcel, condenó a Beth a pagar tres mil dólares y treinta días de servicio comunitario limpiando jaulas en una clínica para aves silvestres en Clearwater.

Tal vez por la contrariedad que le producía conducir dos horas diarias de ida y vuelta para cumplir con su servicio comunitario, tal vez por su hipertensión combinada con los Marlboros que fumaba amorosamente mañana y tarde y su dieta de Dr Peppers y hamburguesas, Beth tuvo un infarto una mañana mientras se preparaba para irse. Lucy salió gritando a pedir ayuda y Sam llamó al número de emergencias. Yo inicié la maniobra de reanimación. Asistida por una mujer en el teléfono, oprimí el pecho inmóvil de Beth una, dos, tres, hasta treinta veces, para entonces revisar si respiraba. No lo hizo, y yo seguí presionando con las manos entrelazadas en el esternón de Beth, justo sobre su tatuaje de “Lucy” en cursiva, las volutas de la ele formando un corazón que contenía el resto del nombre, u-c-y, rogándole en silencio a Beth que respirara e ignorando la tensión en mis hombros y brazos que amenazaba con convertirse en calambres. Sam sostenía a Lucy, que llamaba a Beth, primero suplicando con dulzura y luego amenazando a gritos, como si la negativa de Beth de responder a mis esfuerzos fuera una más de sus terquedades. Ocho minutos que duraron horas. Cuando los paramédicos llegaron, Sam y yo sabíamos que no habría milagro, a pesar de que le pusieron oxígeno y un goteo intravenoso, le clavaron una jeringa azul en el corazón y por veinte minutos le aplicaron choques eléctricos en el pecho, haciendo que sus brazos y piernas se agitaran como los de una marioneta sobresaltada. Lucy siguió llamándola con voz cansada por varios minutos después de que le quitaron los parches para los electrodos y una mujer se le acercara y le dijera con suavidad que ya no había nada que hacer, y a mí me pidiera una sábana para cubrir el cuerpo.

Lucy donó, regaló o tiró todo lo acumulado en cuarenta años de vida con Beth. Luego vendió la casa y se fue a vivir a Costa Rica con su hermana, en un condominio de gringos retirados. Hace meses que empezaron a construir un palacete con arcos y columnas en el lugar que ocupara su casa. Además del ruido de la mezcladora, desde mi estudio se escucha la voz de los obreros, que hablan en quiché y un poco en español. La brasileña no ha vuelto a asolearse.