Escudo de la República de Colombia
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Carlos Andrés Restrepo Espinosa

 

Hago una pausa, estiro los brazos procurando descansar la espalda que me está quebrando poco a poco el vigor de este cuerpo tan fino y reluciente, aún sin estrenar en ciertas peripecias de la vida, estoy encadenado a una silla que hace la misma función que en la edad media cumplía el grillete en las mazmorras; termino el estiramiento y pienso en un café, pero no tengo tiempo de prepararlo, el calendario del ordenador indica que ya está iniciando la reunión extra que en la compañía decidieron imponer y que no hacía parte de mis deberes, el instante del café es reemplazado por una eternidad conectado a una reunión en la que no ocurre nada interesante salvo quitarnos el sagrado tiempo para el descanso.

El día es cálido, abro la ventana para que el aire entre y llene de vida mi arrume de cosas pendientes, y con el viento se cuelan como una oleada de almas en pena una mezcla de murmullos, clamores, voceos y demandas en un espontáneo contrapunto de “aguacates” “mazamorra” “tengo hambre” y “ay ya ya yay, canta y no llores, porque cantando se alegran cielito lindo los corazones…”.

“Una monedita por el amor de Dios”, es lo último que escucho al cerrar de nuevo la ventana espantado con aquel batiburrillo de personas irresponsables que no se quedan en casa a ordenar sus alimentos por la aplicación de su celular, parece que su Dios también cerró la ventana espantado con tanto clamor.

La ventaja de vivir en un edificio es que, entre más alto, más te alejas de los pobres y a través de la ventana se puede mirar a salvo cómo se revuelcan esas almas impías en el fango de la miseria, cuando por algún motivo el ruido de su existencia eleva el decibel y llega hasta mi altura, entonces la cierro y asunto arreglado.

Dentro, en mi pequeña mazmorra, tengo muchas libertades, me puedo conectar con una velocidad de banda ancha que despierta envida, tengo de primera mano las cifras de todos los que mueren lejos de mí, hasta me puedo dar el lujo de criticar y juzgar: “eso les pasa por no cuidarse”, “por su culpa nos van a dejar encerrados toda la vida”. También puedo moverme con toda libertad en mi habitación que ahora es aula de clase, “ensayadero” y sala de reuniones, tengo derecho a quedarme en casa, a lavarme las manos y a usar el tapabocas pese a que vivo solo, constituyo un peligro hasta para mi reflejo, a fin de mantener el distanciamiento social, quebré los espejos, entre menos noción tengo del otro, menos tendré idea de mí mismo.

El derecho más legítimo que tengo es el de no pensar y para ello tengo otra ventana, la del ordenador, a través de su pantalla me llega de manera depurada y confiable toda la información que necesito para seguir cumpliendo con mi deber de buen ciudadano, de hombre respetable que se cuida y cuida de los demás.

Ya doné diez centavos a la caridad y regalé toda la ropa que no uso, escucho la misa por televisión y estoy en paz con Dios, en las noticias dijeron que todo esto es por nuestro bien, que nos están cuidando para que mañana podamos volver de nuevo a salir de compras, pero mientras tanto podemos hacerlo de manera virtual, es una dicha. En ocasiones en lugar de la misa, sintonizo el sermón diario de nuestro líder que nos brinda tranquilidad y nos abre los ojos a una mirada lúcida e intelectual de la situación ¡Salve oh gran líder! Sin tu guía seríamos un pueblo miserable como ese que se arrastra debajo de nuestras elevadas ventanas; pero sucede que también me canso de esa pantalla, así es que la apago y en el libre ejercicio de mis derechos abro de nuevo la del computador, solitario, reviso la bandeja de entrada, y sigo persistiendo con mi talento creativo en un trabajo mal pagado y sin futuro.

 

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