Escudo de la República de Colombia
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Velasquita, la encuadernadora*

 

Toledo, siglo XIII 

Por Anacristina Aristizábal

 

El sábado día de Corpus Christi de 1275, en la plaza de Toledo llamada el zocodover, hay más movimiento que de costumbre. Las triunfantes tropas del rey Alfonso el Sabio se pasean con el pecho inflado exhibiendo las inmensas espadas con las que, en pasadas batallas, arrebataron el reino a los infieles moros. Algunos soldados llevan puesta la armadura completa, incluido el casco con la cimera bajada que oculta el rosto, para dar un aspecto más feroz, y los penachos multicolores, cosa que muchos ven como un exceso de vanagloria, pues las guerras son cosa del pasado y ahora se goza de cierta paz. Una paz que permite al mismo rey ocuparse de asuntos no menos importantes en su reino de Castilla-León, como ampliar su biblioteca, y al pueblo disfrutar de las ferias que ahora pueden recorrer los territorios castellanos, libres de la guerra. 

El viento en calma y la fuerza del verano no intimidan a los animosos toledanos, pues además de los cuatro días que llevan en feria, lo que no habían podido vivir a causa de la guerra, su señor, el rey Don Alfonso se ha ocupado no solo de embellecer el alcázar, la fortaleza militar donde pasa largas temporadas, sino que ha ordenado construir matacanes para la defensa en la fachada que da al saliente, para que los cristianos se sientan aún más seguros por si los infieles intentan reconquistar la ciudad. 

Y desde el alcázar se escucha la música que corre por cuenta de las parejas de saltimbanquis que, acompañados de dulzainas, van recordando las hazañas soldadescas, pues bien saben que hay que alegrar el alma e inflamar el pecho de quienes les pueden impedir, si así lo quisieren, el trabajo durante los días de feria. Hay soldados con mala cara y hay que tocarles el corazón. 

Mientras la música llena los rincones del zocodover con dulzainas,arpas, laúdes y trompetas, las narices de los toledanos aspiran los olores que traen las especias aromáticas como la canela, el clavo, el aceite de azahar y los colorantes, y sobre todo el apetecido pero escaso azafrán de la Horta de Sant Joan, en Tarragona, tan codiciado en estas tierras para amarillear las comidas blancuzcas de los cristianos, distintas de las comidas coloridas de los moros. 

Entre los sastres corre el rumor, iniciado por los pregoneros, de que la seda de Bizancio, de magníficos y brillantes colores, está por primera vez a la venta en Toledo; y que también han llegado de Londres unos pocos fardos de paño verde y grana, y que hay cordobanes de piel de Córdoba y cuero guadamecí de vaca adornado con hermosos dibujos pintados en relieve. 

Los orfebres recorren la feria buscando materiales para las empuñaduras de sus ya famosos cuchillos, pero ven con el ceño fruncido que algunos mercaderes ofrecen candelabros, lámparas, cruces y cálices, como si los de ellos no fueran mejores o suficientes; los armeros miran formas de espadas y lanzas y se encuentran, con inmensa sorpresa, que hay para la venta cotas de malla, corazas, escarcelas, espuelas y grebas; pero algunos se burlan de esos mercaderes, confiados en que no tendrán buena venta, pues al menos corazas y escarcelas deben ser hechas a la medida. 

También los zapateros y tejedores caminan entre el bullicio y el gentío, buscando materiales más resistentes o coloridos. Los carniceros curiosean cuchillos de diversos tamaños, aunque en el fondo saben que no encontrarán nada mejor que los cuchillos toledanos, capaces de cortar un pelo de arriba abajo por la mitad; los toneleros miran y miden aros metálicos para barriles de agua, vino, aceite o tintes y los vidrieros atisban para sus vitrales tinturas fuertes y más baratas. 

En esos días de feria, gente y algazara, trovadores y saltimbanquis, cambistas, soldados y artesanos que buscan comprar y vender en el zocodover de Toledo, serpentean entre el gentío don Lope y su hijo Goto, de 12 años, quienes, atraídos por la música que envuelve la ciudad y los rumores de las novedades y las ventas, han ido a mirar por curiosidad sihay manuscritos de los árabes o provenientes del al-Ándalus para ver la manera como están encuadernados. Adara, la esposa de don Lope y madre de Goto, ha quedado en casa atizando la leña para preparar la comida. Y a la Velasquita, la hija de 11 años ,se la ha ordenado perentoriamente no abandonar la casa, pero ella ha ido para mirar, también inflamada la imaginación por las habladurías que envuelven la ciudad en feria: que hay muchos libros y, cosa extraña, a la Velasquita le encantan los libros. 

Ese amor por los libros comenzó desde el año anterior cuando se le había encomendado la labor de mantener aseado y ordenado el taller de encuadernación de su padre. La niña, de rizos azabaches, sueltos y cortos, casi siempre ocultos por una toca azul rectangular que le caía sobre los hombros, emprendió con un fervor impecable a ordenarlo todo: daba gusto mirar cómo arreglaba agujas, hilos, cordeles, pinceles, bollones de adorno, navajas de todos los tamaños, martillos, compases, recipientes con cola, esmaltes, pieles de cabra, badanas de vaca, tapas de madera. Lo primero que había agradado a su padre era la habilidad natural que demostraba para disponer los elementos por tamaños, colores y usos. Mientras más tiempo pasaba en el taller y más se familiarizaba con la actividad, disponía mejor los elementos y evitaba que el espacio pareciera un desastre. Además, durante el tiempo que pasaba allí, miraba con la curiosidad propia de una edad que todo lo quiere saber, cómo el padre realizaba el trabajo. Cuando Goto, por algún motivo, no podía darle una mano con algún volumen, don Lope acudía a la Velasquita, quien por pura observación ya sabía qué esperaba el padre de ella. 

Una tarde, no hace mucho, cuando la Velasquita había concluido su labor de ordenar el taller, aprovechó que su padre atendía un compromiso en el alcázar, para mirar qué había entre aquellos folios de pergamino que su padre manejaba con tanto esmero. Al abrir los folios quedó deslumbrada con ese hermoso mundo lleno de imágenes, letras góticas, miniaturas de colores y capitulares inmensas. Al regreso, le preguntó a su padre cómo se llamaba todo aquello; don Lope tartamudeó porque no sabía leer, pero le explicó que las figuras más pequeñitas se llamaban letras, que se usaban para escribir y que allí estaban escritas palabras que 
personas habían dicho en otro tiempo y lugar, y que esos pergaminos las habían atrapado para que ahora algunos pudieran conocerlas, leyéndolas. Entonces de manera impulsiva y la cara llena de expectación, la Velasquita señaló con el índice izquierdo una palabra:

—¿Y qué dice aquí ?—preguntó alborozada.

—Solo saben leer los principales como los monjes, los escribanos y los reyes. Los artesanos no sabemos leer.

—¿Y por qué no sabemos leer ?—preguntó extrañada.

—Porque no nos hace falta. Ellos escriben oraciones que después nos enseñan en la iglesia, así que los monjes leen por nosotros. —Don Lope había dicho esto sin convicción mientras miraba con inquietud los signos que no sabía interpretar.

Pero además de esta aclaración, el padre no podía dejar de pasar por alto otra justificación, que era absolutamente necesaria para ambos.

—¿Y sabes otra cosa ?—miró a la niña que estaba embelesada con las formas del pergamino. Ella sintió la mirada y lo miró—: No sabemos leer nosotros, los artesanos. Tú no eres artesana.

—¿Y por qué no ?—levantó las cejas para preguntar con más ahínco.

—Porque solo los hombres somos artesanos.

—Pero yo ya estoy aprendiendo —reclamó la niña.

—Pero eso es un secreto entre nosotros. Nadie puede saber y menos en el alcázar. Si quieres seguir ayudándome, no se lo puedes contar a nadie.

—Papá: adviérteselo a Goto, que es un bocón —sentenció.

—Lo haré —respondió don Lope sabiendo que tenía que hablar rápido con Goto.

—¿Entonces yo no puedo aprender a leer ?—preguntó la Velasquita sacándolo de su reflexión. Don Lope la miró con extrañeza ante semejante impertinencia. “¿Una niña leyendo?”, pensó para sí.

—Nadie querrá enseñarle a una niña. Solo saben leer las reinas —don Lope dijo esto casi como una orden.

La Velasquita comprendió que jamás aprendería a leer: ella, no era una reina.

 

***

 

El oficio aprendido de su abuelo mozárebe Faray al-abbsr, el que fabrica agujas, ha hecho de don Lope un hombre paciente y preciso. “Tengo que hacerlo despacio; si daño un volumen, se pierde el trabajo de otros, que son muchos. Despacio es perfecto”, ha repetido invariablemente a los clientes que apremian celeridad en la entrega de un trabajo, mientras usa el mismo gesto para el caso: limpiarse, contra el delantal de cuero de vaca, la cola pegada en sus dedos. Por perfeccionista fue llamado para hacer las encuadernaciones de los manuscritos más importantes que hacen los traductores del rey, y por eso ahora es el mandamás entre su gremio. 

En este sábado de junio de 1275, don Lope camina despacio entre la multitud, aunque todos van agitados creyendo llegar tarde a la compra del artículo que más buscan. Mientras pasa por los ventorrillos tratando de encontrar los manuscritos, va mirando con sus dedos pieles, sedas, paños, cordobanes y tafiletes, al mismo tiempo que imagina si alguno le sirve para usar en la tapa de la última encuadernación anunciada hace poco más de una semana por don Millán Pérez de Aillón, el escribano mayor del scriptorium regio. Está tan embelesado en la tarea que no se percata ni de la ausencia de Goto, que ha preferido reír con los saltimbanquis y admirar las armaduras de la soldadesca, ni de la presencia de la Velasquita que, sin disimulo, y a pesar de la prohibición, va ella también mirando con sus dedos y ojos negros, grandes de curiosidad, las mismas telas que aprecia su padre. 


A Goto, más dado a los festejos y a las armas, lo aburre el oficio del padre. Desde hace varios meses don Lope le encarga las tareas más sencillas del taller, como doblar pliegos o cortarlos, enhebrar las agujas o prensar los folios; pero Goto, torpe de manos y mirada distraída, los dobla torcidos, los corta con flecos, se pincha los dedos y mancha los folios o prensa sin fuerza. La delicada Velasquita, en cambio, de manos hábiles y rápida inteligencia, ha absorbido las instrucciones que don Lope imparte a Goto y es ella quien, en ausencia del padre, hace en el taller las tareas encomendadas al hermano.


Así, se intercambian deberes: mientras él recoge y lleva agua a casa en las cubetas, tarea que debe hacer la Velasquita para la madre, ella se sumerge en el taller a realizar alguna tarea que don Lope delega mientras va al alcázar a atender las llamadas de la escuela de traductores o para comprar materiales necesarios en el taller. Sin su padre proponérselo, ya la Velasquita conoce casi todas las tareas del oficio. 

En algún momento, ante un pisotón de la niña, que a su vez ha sido empujada por alguien de la multitud, don Lope se percata de su presencia. Aparta entonces los ojos de los materiales y se empina buscando entre la muchedumbre a Goto, a quien logra ver aplaudiendo y saltando alrededor de los saltimbanquis que cantan y bailan al son de la dulzaina y el cordófono de tres cuerdas; “no hay remedio”, piensa con tristeza. Entonces mira a su Velasquita del alma, de quien sabe, por supuesto, que es más ágil en el taller que su hijo Goto, pero no puede reconocerlo en público, pues los envidiosos del gremio se escandalizarían al saber de mujeres o niñas en un taller tan prestigioso como el suyo, y quién sabe con qué habladurías llegarían hasta don Millán, el escribano mayor. Don Lope ve más de la cuenta.

 

***

 

Doce días antes, en el momento en que don Lope encolaba 100 folios de un manuscrito sobre plantas y estrellas, también del scriptorium real, un mozalbete de unos 16 años, mensajero de la corte, había llegado a su presencia corriendo, como siempre pasaba con las razones apuradas.

—Salud y larga vida desea mi señor, don Millán Pérez de Aillón, escribano real, a don Lope, encuadernador del scriptorium real —e hizo una genuflexión casi hasta tocar el piso al tiempo que se quitaba el capiello de la cabeza.

A don Lope le molestaba la excesiva acción del muchacho, por zalamera, y aunque ya se lo había reclamado en repetidas ocasiones, el joven solo se limitaba a la courtoisie aprendida para el oficio: había que inclinarse con la espalda recta, pierna derecha extendida hacia adelante y sin doblar, con la punta del pie levantada; pierna izquierda ligeramente hacia atrás y levemente doblada, mirando con la punta del pie hacia afuera; muñeca de la mano izquierda recostada “casualmente” sobre la cintura, con los dedos libres y hacia arriba; mano derecha que quita el capiello con ademán de ofrecerlo al saludado, dejando el brazo sutilmente extendido; mentón levantado, mirada fija en el personaje, ojos a medio cerrar. Eso había aprendido y nadie le obligaría a hacer lo contrario. 

Además, don Lope tampoco estaba seguro de aquello de “el encuadernador del scriptorium real”. Expresión ante la cual su corazón se debatía en una pequeña lucha secreta, pues en el fondo deseaba entonces, si las cosas eran así, que le dieran un lugar en el alcázar al lado del scriptorium, con todo el espacio necesario, iluminado, aireado y con herramientas dignas de semejante título, donde pudiera lucir un delantal nuevo al menos cada cinco años y tener los ayudantes necesarios para tan loable trabajo.

Desde hacía varios años las obras de los traductores del scriptorium eran encomendadas a sus manos para que fueran encuadernadas con la más cuidadosa y delicada terminación que solo él, don Lope, el nieto de Faray al-abbsr, que precisamente había comenzado el oficio cosiendo folios, era capaz de darle a los manuscritos del rey. El mozalbete prosiguió a dar la razón que traía desde el alcázar:

—Mi señor don Millán desea que usted regrese conmigo y lo espera en su despacho a la vuelta de este recado. Tiene una noble tarea para encomendarle. Dice que no acepta tardanzas ni excusas. Debo regresar con usted, su eminencia —concluyó el mozalbete de 16 años, ya de pie, derecho como un soldado, con el mentón ligeramente levantado y mirada fija en el interlocutor. 

Don Lope rezongó ante “su eminencia”; y dijo para sí: “no soy más que un encuadernador”. 

Era exigente don Millán, nunca aceptaba un no por respuesta. Además, en cuestión de manuscritos, folios, miniaturistas, escribientes,  capitularistas e iluminadores, él siempre tenía la última palabra, no importaba que fueran ellos los que practicaran el oficio y él fuera solo un letrado. Su nariz encorvada y puntuda, su altura y delgadez, sumado al hedor de su boca, le daban una imagen de cuervo maligno al que poco se le podía discutir; además, hablaba con el rey más que lo que este con su consorte, la muy ilustre señora, su majestad, Doña Violante de Aragón, la reina. Así que don Lope dejó los folios prensados para no perder la encolada y salió detrás del mensajero, hacia el alcázar. 

Las zancadas del muchacho, que a pesar de su juventud era casi tan alto como un escaparate, hacían que don Lope fuera tras él con dificultad. Las grandes piedras de la vía le lastimaban los pies y la subida hacia el alcázar hacía que se sintiera sin aire. El muchacho escogió la ruta por la cuesta del Pajarito, atravesó la calle del Comercio, siguió por la calle Sierpe hasta el callejón Lucio y entró por la puerta norte. Don Lope subió las escaleras ya sin aire, porque el mozalbete no tuvo consideración de sus poco más de 40 años y entraron en el despacho del escribano mayor. Don Millán, mirándolo, fue al punto, sin ofrecerle siquiera donde reposar. 

—Don Lope, bien sabes que tu trabajo es definitivo —dijo don Millán mirándolo fijamente para acobardarlo—. El rey está terminando la obra más importante de su vida. Invéntate una magnífica tapa cubierta que ni siquiera los árabes hayan podido imaginar.

—Bien sabe, honorable escribano don Millán, que siempre busco lo mejor para mi señor, el rey Don Alfonso.

Don Lope había contestado, sin dejarse amilanar. Lo que se ahorró en decirle a don Millán, era que siempre le aseguraba que el manuscrito próximo a entregarle era el más importante de todos.

—Pero esta vez es diferente, mi querido don Lope. Antes te habías ocupado de las letras del derecho y la ciencia, las artes o la astrología. Esta vez el rey canta a Nuestra Señora la Virgen. El scriptorium real lleva nueve años trabajando en este manuscrito. Allí mismo nuestro señor, el rey Don Alfonso, no solo ha dictado sino que ha puesto su puño y letra. No puedes hacer nada parecido a lo que ya hiciste. Mira que te lo digo con anticipación. Ve pensándolo. Ya sabes que en cualquier momento te

haremos llegar el manuscrito. Gracias por venir. —Le señaló la puerta con un ademán cortés y lo despidió sin dejarle hablar más.

Don Lope salió del alcázar con un nudo en el estómago. Nunca antes, que él supiera, su señor, el rey Don Alfonso, había puesto su propia letra en un manuscrito, así que cada folio valía el reino. Esta vez era en serio aquello de “el más importante de su vida”. Tendría que inventarse algo especial, pero ¡cómo! si no tenía nada novedoso: las pieles, las badanas, los hilos y las tapas de madera eran los mismos y él mismo no sabía nuevas técnicas que lo sorprendieran, no había nada con qué satisfacer los deseos de don Millán, que eran las exigencias de su señor, el rey Don Alfonso.

***

 

Mientras en la plaza del zocodover don Lope palpa cueros y telas y trata en su imaginación de recrear el real manuscrito que pronto recibirá, oye a lo lejos a la Velasquita que lo llama con su vocecilla aflautada aún, pero fuerte, que lo saca del ensimismamiento. La niña se acerca veloz y ágil, revolviendo al aire su capa desteñida por el uso, y esquivando la multitud; cuando llega hasta su padre, la carita está a punto de reventar, no se sabe si por la velocidad o por la emoción de lo que ha visto. 

—Padre —le dice sin aire, pero con total confianza, ignorando la orden perentoria que le impide estar allí—, ven a ver los manuscritos que han traído los mercaderes del al-Ándalus . ¡ Tienen unas tapas hermosas y abolsilladas, con colores y brillos encima ! 

El padre, en lugar de reprenderla, queda estupefacto. “¿Tapas únicas?”, es precisamente en lo que está pensando. ¿Cómo hace la Velasquita para adivinarle el pensamiento? El distraído don Lope no siempre se percata de que mientras habla en el taller en voz alta sobre los asuntos que ha oído en el alcázar, cuando cree estar solo, la niña anda por ahí ordenando, medio escondida entre montañas de pergamino, prensas, toneles de cola, madera y fardos de piel. Así que, llevado por lo que cree es la magia de su hija, se deja guiar por la diminuta mano esquivando los saltimbanquis y su séquito de niños admiradores, entrelos que se encuentra Goto, que hacen aún más alegre el ambiente festivo del zocodover, con sus gritos de asombro. 

Don Lope y su Velasquita llegan al puesto de unos mercaderes de manuscritos de Córdoba. Don Lope queda maravillado con lo que ve. Lo primero que le llama la atención es un Corán bellamente encuadernado con una solapa en forma de trapecio, según la geometría de Euclides, montada sobre una delgada laja de madera que es lo que la niña ha denominado abolsillado. La cubierta está ricamente ornamentada con una bordadura y un motivo central estrellado de color verde, combinando dibujos dorados de origen morisco, que no son dibujos sino letras que forman imágenes. En el borde las orlas van de a cuatro y la solapa sencilla, no tiene decoración. Es la primera vez que ve algo así. Las tapas que él hace se limitan a proteger los pergaminos cosidos con cueros más gruesos que los cubren para evitar el desgaste y el maltrato, pero esto que tiene en sus manos… ¡es arte y es suerte! 

Don Lope sabe inmediatamente que esto llenará las expectativas que don Millán tiene sobre el manuscrito de su señor, el rey Don Alfonso, pues si los moros adornan su libro sagrado de esa forma, con toda seguridad las alabanzas de su rey a la Virgen María también quedarán dignamente custodiadas por algo similar (o superior, piensa) a lo que ahora sus ojos contemplan. Pero cuando aún no sale de sus disquisiciones la Velasquita vuelve a interrumpirlo.

—Padre, mira este pergamino, ¡qué raro! —dice la niña mientras le muestra con el dedo un libro abierto.

—No es pergamino, niña; se llama papel —aclara ceremonioso el mercader cordobés al tiempo que toma delicadamente el códice en sus manos y desplaza entre índice y pulgar las hojas, para demostrar lo fino, y al mismo tiempo flexible, que es el material.

—¿Y eso qué es ?—pregunta intrigado don Lope.

—Como podéis ver es un material fino y delicado para escribir, que nos acaba de llegar. Me sorprende que no hayáis sabido de él.

El mercader responde asombrado mientras toma un pequeño fardo

levemente amarrado con cordel, lo desenvuelve y muestra al intrigado don Lope y a su curiosa hija, un paquete pequeño de unos 50 folios.

—¿Dónde lo consigues, buen señor?

—En Xátiva, donde están los mejores molinos árabes de papel en esta parte del mundo. 

*** 

El scriptorium regio está ubicado en la segunda planta del alcázar. A los 52 años, don Millán sube las escalas de piedra gris con cierta dificultad. La habitación, contigua a la biblioteca, tiene tres ventanas que la iluminan y los escritorios de los copistas e iluminadores están cercanos a ellas. Una de las cosas por las que más se ha esforzado es precisamente para que la habitación tenga buena iluminación, pues ha conocido los scriptorium de algunos conventos y lo han espantado por mal iluminados. 

Aunque no se siente humedad en el recinto, un frío permanente se cuela desde las altas paredes a donde el sol solo llega en la tarde cuando ya no tiene fuerza para calentar. El olor es una revoltura entre tintas con todo tipo de aceites y pieles de animales listas para su uso y otras sin preparar; por eso, en algunas ocasiones, han tenido que batallar contra las pulgas que aprovechan el pelo de las pieles para escapar del frío. 

En las estanterías ubicadas contra las paredes se guardan los mejores pergaminos conseguidos en la peletería toledana; en una de las mesas del centro están las lámparas de aceite, una clepsidra, para medir el tiempo con agua, y un reloj de sol; en otro se ven vasijas de madera con cuencos para preparar las tintas; navajas, tinteros, estilos de ave para escribir, pinceles de camello traídos de Arabia para iluminar, raspadores de piel y piedra pómez. En una estantería se guarda la piel más delicada de ternero, que se llama vitela, usada para los textos más especiales y en otra, los pergaminos de oveja, cabra o las badanas, que son piel de vaca, para los textos normales. 

Don Millán es muy exigente con el orden, y cuando los copistas no están escribiendo, deben lavar y guardar los elementos en los lugares indicados, no los pueden dejar sobre los escritorios. Don Millán estáatento a que, en horas de la noche, cuando el trabajo es intenso, las lámparas de aceite estén lo suficientemente alejadas de los pergaminos, para que no se manchen con el humo. 

Además, cada lugar de trabajo tiene el escritorio inclinado donde trabaja cada copista, un banco para sentarse, un atril contiguo donde deposita el libro original y una mesa plana para poner el tintero, la navaja, un paño para secar y la lámpara de aceite. Esta disposición es la que llena de orgullo a don Millán, pues después de conocer los scriptorium monacales, ha convencido a su señor, el rey Don Alfonso, que le permita tener un lugar digno para hacer todos los libros que quiere hacer y copiar el rey.

Don Millán está revisando un folio cuando entra el mozalbete de 16 años y pregunta si don Lope, el encuadernador, puede hablar unos minutos con él.

—Por supuesto, ¡que entre! —dice cortante don Millán.

Don Millán tiene cierto recelo con don Lope: le parece lento para hablar y para actuar. Lo tolera porque su señor, el rey Don Alfonso, exige que sea el encuadernador de los manuscritos salidos del scriptorium real; pero don Millán tiene cierta duda porque, además, le han llegado rumores de que los hijos de don Lope rondan el taller; y, según le han dicho, el tal Goto, un escuincle indisciplinado y bailarín, ha demostrado en estos días de feria inmensas aptitudes como saltimbanqui, lo que lo va alejando de la posibilidad de ser candidato a aprendiz, ni siquiera, en el taller de su padre… él sería el primero en oponerse. Y aunque aún no lo han declarado aprendiz, eso de que se mantenga en el taller de don Lope no le causa confianza, pues podría estropear algún trabajo elaborado por los traductores del rey; y la niña… cuyo nombre desconoce, debería ser más solícita con las labores domésticas. Las mujercitas no deben ocuparse de los trabajos de los hombres y más cuando están involucradas labores tan serias como los requerimientos directos de su señor, el rey Don Alfonso. 

Don Lope, de barriga aplanada, delantal encima de su balandre de lana y mirada brillante a causa del entusiasmo por lo que ha visto en la feria, entra en el silencioso recinto donde está terminantemente prohibido hablar para evitar desconcentración y error de los copistas. Cuando ve en un extremo del salón a don Millán, parado con las manos atrás, el ceño visible, vigilando el trazo de un miniaturista, duda si puede avanzar o no. Don Millán se lleva el índice izquierdo a la boca en señal de silencio y con movimiento pausado de la mano derecha lo invita a acercarse. El escribano tiene la secreta intención de demostrarle, una vez más, la importancia del trabajo en equipo, para, de ser necesario, prohibirle la presencia de sus hijos en el taller que, a estas alturas, ya se reconoce en todo Toledo, como el taller de encuadernación del scriptorium real. 

Don Lope se acerca caminando en la punta de los pies: es tanta la majestuosidad del recinto que le parece, inclusive, que ni su respiración debería percibirse en aquel lugar. Don Millán espera deliberadamente, sin hablar, a que don Lope mire cómo se trabaja allí. Cuando se da cuenta de que está lo suficientemente impresionado, le hace un ademán con la mano derecha para que siga hacia su despacho, contiguo al salón donde trabajan los copistas. Ese es el lugar donde siempre se han reunido y es familiar para don Lope. Una vez en el despacho y sentado detrás de su inmenso escritorio, no invita al encuadernador a tomar asiento. 

—Saludo y larga vida a don Lope, mi estimado encuadernador de Toledo y de los manuscritos de nuestro señor, el rey Don Alfonso... ¿Qué te trae con tanto apremio a mi despacho?

Don Millán fija atentamente su mirada en don Lope. Cuando mira así, la gente sabe que tiene menos de un minuto para hablar.

—Saludo al buen señor don Millán, escribiente mayor. Gracias por su generosidad de recibirme sin anuncio ni invitación previa. Estuve caminando por la feria… 

Don Lope hace una pausa para tratar de encontrar alguna reacción en el enigmático rostro acuervado de don Millán, pero no la percibe, así que continúa, antes de que el escribiente mayor se impaciente. Va al punto, como gusta al letrado.

—He conocido un nuevo pergamino para hacer los manuscritos. Es mucho más liviano y flexible, por lo tanto cabe mucha más información en un solo volumen. Lo usan los moros y la tinta pega bien; con mis

propios ojos he visto un Corán manuscrito en ese material.

—¿Es todo ?—pregunta despectivo don Millán, mirándolo con las cejas levantadas de asombro. Don Lope duda, pero afirma:

—Me parece que sería un buen material para los manuscritos especiales de nuestro señor, el rey Don Alfonso. 

Don Millán no le permite continuar. Allá en la sala están trabajando los capitularistas sin su observación aguda para que no se cometa ninguna imperfección y quiere volver rápidamente. No por cortesía ha recibido a don Lope, sino por temor a que su señor, el rey Don Alfonso, se entere de que no atiende con el debido esmero a su encuadernador.

Don Millán se ha encargado de que don Lope crea que depende de él y deliberadamente le ha ocultado la admiración del rey hacia su trabajo y las obras de su taller. El rey reconoce que sin encuadernación, sus manuscritos se perderían en menos de lo que canta un gallo. Y las encuadernaciones de don Lope han demostrado ser resistentes y de gran calidad. 

Pero don Millán está afanoso y quiere despachar prontamente al encuadernador. Así que lo bloquea con su respuesta.

—Cómo se nota que solo eres encuadernador, don Lope. Claro que sé sobre ese delgaducho pergamino, de Xátiva, esa ciudad que ni siquiera está en nuestro reino, al que llaman papel; ese que se produce en unos molinos árabes de Aragón. Para tu información, nuestro señor, el rey Don Alfonso, ha prohibido usar esos pergaminos de trapo para sus manuscritos. 

Don Lope queda asombrado por la velocidad con que vuelan las noticias en este tiempo y se apesadumbra al reconocer que ha quedado mal ante el escribano mayor. Don Millán se ha puesto de mal humor por haber sido interrumpido por tan poca cosa: el encuadernador debe encargarse de los asuntos de su taller, que del material para escribir, se encarga él. Así que provecha para darle otra estocada a don Lope.

—¿Cómo descubristeis el papel, don Lope?

Don Lope duda. Cuando el escribano usa el voseo castellano, sabe que el ambiente está hostil, así que no puede mentir, pues todos lo vieron de

la mano de la Velasquita, noticias que ya debieron llegar a los oídos del escribano mayor; pero corre un riesgo enorme ante el ya mal humorado don Millán si confiesa la presencia de ella en la feria. Así que opta por no negarlo, pero tampoco admitirlo.

—En la feria hay un puesto de venta de comerciantes cordobeses, mi buen señor don Millán.

Don Millán sonríe; sabe que cuando don Lope lo trata de “mi buen señor”, es porque está acobardado. Ha caído en su trampa. Lo mira directamente con sus ojos de cuervo, le apunta amenazador con su desgarbado y largo dedo índice, y le dice:

—No arriesgues tu taller ni tu trabajo con la influencia de tus hijos, don Lope. Goto, el saltimbanqui, no es para tu taller; y esa niña… ¡No arriesgues la benevolencia que nuestro señor, el rey Don Alfonso, siente hacia ti! —hace un pequeño silencio, y termina—. En dos días te enviaré el primer manuscrito.

Don Lope asiente, sin ánimo de rebatir. Don Millán sonríe con descaro mostrando sus pocos dientes unos negros y otros amarillentos; le hace un gesto de cortesía que don Lope entiende como despedida. Este responde con las formas apropiadas, da media vuelta y se marcha. 

*** 

Don Lope lleva dos días callado, sin ánimo de hablar en el taller. Goto, para tener todo el tiempo libre de escabullirse a la feria, mantiene provista de agua la cocina de su madre Adara, quien no habla por la indisposición permanente que le proporciona el sexto embarazo consecutivo y las pérdidas seguidas de los últimos cuatro fetos. La Velasquita sigue acuciosa ordenando el taller del padre, pero sufre en silencio con su indiferencia, pues después de regresar del alcázar, de su parla con don Millán, don Lope no le habla, no la mira y no le ha oído decir la respuesta del escribano mayor ante la información sobre el pergamino flexible que llaman papel. 

Don Lope se debate. No ha confesado a nadie que sus vistas están perdiendo luz y necesita un ayudante en el taller, pero don Millán harechazado a Goto, su hijo y aprendiz, que aunque malo, es mejor a no tener nada. No tiene tiempo para entrenar a nadie más, pues el scriptorium real lo tiene al tope de su capacidad y acaba de recibir el manuscrito donde la misma letra de su señor, el rey Don Alfonso, le canta a la Virgen María. 

Ya ha firmado los documentos legales que lo comprometen a entregar la encuadernación en determinado tiempo; y, además, don Millán le ha leído una cláusula nueva donde se prohíbe expresamente la presencia de un aprendiz cerca de esta obra, para no exponerla a manchas o daños de cualquier tipo y se pierda así el trabajo de nueve años de copistas, iluminadores y del mismísimo Rey. La Velasquita había estado en casa atendiendo las náuseas de la madre y no se enteró de nada de esto. 

Don Lope piensa, mira, cavila, medita. Nadie sabe que sus ojos se deterioran. No puede rechazar el trabajo del único oficio que sabe hacer. Goto no tiene habilidades para ayudarlo, aunque sea en secreto, ni menos para reemplazarlo; y además, el contrato ha prohibido expresamente su presencia. Con tantas advertencias, siente temor de enfrentar los folios con sus ojos a poca luz… ¿y si perfora donde no es? ¡No puede correr el riesgo! Cuando la Velasquita regresa al taller después de las atenciones a su madre Adara, adivina la tormenta en el rostro de su padre, pero no tiene coraje para preguntarle; desvía la mirada. Don Lope se queda mirándola y le pregunta:

—¿Cómo sigue la madre?

—Vomitó todo el almuerzo. Ha quedado recostada en cama.

—Velasquita, ¿usted sabe coser los pergaminos?

La Velasquita se atemoriza. ¿Cómo confesarle al padre que sí? ¿Y cómo explicarle cómo ha aprendido? No es capaz de sostenerle la mirada.

—Vamos, dígamelo. No la reprenderé.

La Velasquita duda. Sin apartar la vista del suelo, responde con un hilillo de voz:

—Sí.

Secretamente el padre sonríe satisfecho.

—Muéstreme qué ha cosido.

La Velasquita, con los brazos pegados al cuerpo y la cabeza gacha, y sin adivinar las intenciones del padre, se dirige a un estante atiborrado de pieles curtidas. Debajo de ellas saca tres manuscritos escondidos. Trae de uno en uno, son muy pesados para llevarlos juntos.

—A ver qué tenemos aquí —dice casi feliz don Lope. Acerca una luminaria.

Son libros de cuentas y recolección de impuestos. Don Lope casi no ve los agujeros por donde debe entrar el hilo para amarrar los folios unos de otros y acerca aún más la lumbre. Teme por su vista, pero palpa con los dedos, y cavila.

—¿Por qué usó un hilo tan delgado ?—pregunta intrigado el padre.

—Porque las agujas grandes son muy difíciles de manejar —la Velasquita muestra extendidas, para confirmar, sus pequeños dedos.

—Pero el manuscrito puede quedar muy frágil —anota preocupado el padre.

—Pero este no quedó débil, mírelo usted mismo, padre. Usé el hilo doble e hice más orificios de los que usted acostumbra. El manuscrito tiene más hilo del normal y por eso queda tan fino —la Velasquita tiene susto. Ha hecho las cosas de manera diferente.

El padre mueve el manuscrito para todos lados y confirma la solidez que dice la niña. En este caso no vio los orificios no por el problema de sus ojos, sino porque los orificios son de un tamaño más pequeño que el acostumbrado; además, con pequeños orificios el manuscrito se ve más bonito. El padre examina los otros dos manuscritos y los ve perfectos. Descansa y se atreve a ordenarle a la niña:

—Coserá un trabajo importante que llegó del scriptorium real.

La Velasquita sonríe y no contesta, solo se le iluminan los ojos. Pero el padre advierte, serio:

—No le cuente a nadie, ni siquiera a Goto. Venga empecemos, lo haremos despacio para no equivocarnos.

La Velasquita no puede creerlo. El corazón le palpita con fuerza, pero no con miedo; está deseosa de que su padre la reciba como aprendiz en el taller. Aunque le advirtieron no contar, quiere ir primero a decírselo a la madre, pero no puede: el padre está ya dándole instrucciones. La arranca de sus pensamientos.

—Venga ayúdeme a organizar estos folios, para aserrarlos. 

La Velasquita disimula la emoción, abandona las ganas de ir a contarle a la madre y se concentra en el trabajo. El padre está serio, con el ceño fruncido. Ambos saben qué hacer y trabajan acompasadamente. En la prensa don Lope hace la fuerza y aserra; en el telar, la Velasquita pone el detalle y cose; él observa, ella pule. Él insinúa la dirección de la aguja, ella sabe cuál puntada debe hacer. Don Lope contiene la respiración, la Velasquita respira confiada; el padre transpira por la tensión, la hija sonríe emocionada.

Es paciente la Velasquita, atenta; el volumen tiene más de 150 folios y ella va entretejiéndolos con cuidado. El padre se enternece cuando le ve el ceño fruncido por la atención, como él. No hablan, pero se entienden. Él no sabe en qué momento ella aprendió, pero lo hace a la perfección. Dos horas después todos los folios están cosidos. Encolan y, mientras esperan el secado, preparan las tapas. Don Lope escoge el mejor cuero de ternera, colorado, sobre el cual traza con la rueda líneas rectas en relieve, con un diseño que ha hecho aparte tratando de imitar las figuras arabescas que había visto días antes en la feria. Lo hace con temor, no sabe cómo recibirá don Millán su nuevo diseño.

Antes de encuadernar, don Lope pide nuevamente audiencia con don Millán para mostrar las nuevas tapas, sin ligarlas para siempre a los folios y saber si serán aprobadas, o no. Como siempre, el escribano es despectivo:

—¿Qué es esto¿ ,?creéis, noble encuadernador, que nuestro señor, el rey Don Alfonso, aprobará esto?

Ha usado nuevamente la forma castellana. Don Lope está desconcertado y atemorizado. Trata de explicar.

—Usted mi buen señor, el escribano real, me pidió algo distinto. Yo vi algo parecido a esto en la feria. Es novedoso —lo dice con tanta debilidad, que ni él mismo lo cree. Está nervioso.

—No, don Lope. Tenéis que hacer algo distinto, pero no estas figuras que no dicen nada. ¡Jamás le mostraré semejante esperpento a nuestro señor, el rey Don Alfonso! Tenéis tres días para solucionarlo.

Don Lope sale vencido, humillado. Cuando llega al taller ha envejecido años y al ver su cara, la Velasquita comprende que el diseño ha fracasado.

—¡Iré a la feria, padre!

La Velasquita sale veloz, decidida. El padre no pregunta, está derrotado. Ella cree que el futuro está en sus manos. Pasan horas y cuando regresa trae la imagen real en una moneda de vellón. Se la muestra al padre

—¿Qué significa ?—pregunta abatido el padre.

—Es la imagen de nuestro señor, el rey Don Alfonso.

—Sí, lo sé. ¿Y qué hay con ella?

—Pongámosla en la tapa, padre. Que sea el sello del libro. Dígale al herrero que le haga un molde en hierro con esa imagen y la grabamos luego en el cuero. Así la tapa será única y distinta.

—¡Nosotros no podemos usar la imagen del rey!

—Pero para su libro, ¡sí, padre!

Entonces el padre comprende la genialidad de su Velasquita y sonríe. Toma inmediatamente la moneda y sale diligente hacia la fragua. 

*** 

Tres días después, cuando don Millán toma el libro en sus manos y mira la imagen de su señor, el rey Don Alfonso, grabada en la tapa, no logra atajar una sonrisa de aprobación. Mira benevolente a don Lope y afirma sin titubeos.

—Esto sí que fascinará a nuestro señor, el rey Don Alfonso. Esta vez mi noble encuadernador del scriptorium real, has hecho tu mejor trabajo.

Qué bueno que me obedeciste, impidiendo que tus hijos merodeen en tu taller. ¡Mira cómo has tenido tiempo para pensar en una encuadernación de talla real!

Don Lope no sonríe. Hace la venia que aprendió por imitación y perfeccionó viendo al mozalbete de 16 años. No puede confesar que todo el crédito es para su Velasquita, la encuadernadora… real.

*** 

Los scriptorium habían sido invento y perfección de los monasterios. Pero, durante el reinado de Alfonso X El Sabio, un hombre que se ocupó no solo de guerrear, fue muy famoso su scriptorium real, frecuentado por hombres cultos de las tres culturas: cristianos, musulmanes y judíos que se dedicaron con sus traducciones a recuperar las obras clásicas más importantes. Los eruditos también lo han llamado el scriptorium alfonsí, en donde se produjeron no solo traducciones sino varias obras importantes, entre ellas las Cantigas de Santa María. La encuadernación se había desarrollado desde el imperio romano y en el Toledo de la España medieval, así como en el resto de Europa, estaba directamente ligada a la labor de los copistas e iluminadores.

 

*Este cuento hace parte del libro “Nabu. Cuentos fascinantes sobre la historia de la escritura y el libro”, publicado por la Editorial UPB en 2019.