Escudo de la República de Colombia
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Una misma luna plateó las noches en que mi primo Eduardo y yo entramos en la gestación y en la existencia. Habían pasado cinco años cuando a él lo atropelló un carro al tratar de cruzar la calle, frente a la iglesia de Buenos Aires, para huir del vendedor de huevos a quien acababa de robarle.

–Eduardo, el de Joaquín, está en policlínica –dijo mi madre–. Se robó unos huevos y, al correr, se le atravesó a un carro.

En el momento en que ella trajo la noticia, yo estaba quebrando el queso para el pan de la mañana siguiente. Mientras levantaba la almádana, imaginé sus manos furtivas en la superficie de los huevos, sentí el nervio de su mirada de roedor, el temblor de sus piernas, la carrera y la estampida. Fue así como conocí el pavor y supe que la virtud de mis manos en el trabajo era un refugio contra la seducción de la muerte.

Sobraría decir que Eduardo y yo, ante los demás, crecimos por caminos opuestos. A menudo, mi madre me hacía una lista de sus descalabros para que me sirvieran de escarmiento y así nunca abandonara el camino de lo que ella consideraba el bien. Del mismo modo, a él le ponían como ejemplo mi comportamiento para tratar de encauzarlo, de aliviar el peso que significaba para ellos su educación.

No obstante, él y yo sentíamos en secreto que no había gran diferencia entre nosotros. Yo no me comportaba como él porque no lo quisiera, sino porque no era capaz. Todo movimiento que implicara riesgo me causaba horror, así como fastidio a Eduardo toda conducta aprobada. En el fondo crecía la mutua admiración. Teníamos la convicción de que uno haría por el otro lo que no estuviera en su naturaleza.

Era el mediodía de un sábado. Yo bajaba por el parque, frente a la escuela; venía de llevar el pedido de parva donde doña Sofía. El color del día era trasparente gracias a la luz blanca del aire de La Milagrosa, que hacía del tiempo una cuerda suspendida. Traía conmigo la canasta vacía y el dinero. Un muchacho que estaba en la esquina de la funeraria, al verme venir, me salió al encuentro. Intuí en su mira al asaltante y cambié el rumbo de inmediato. Decidí cruzar la calle hacia la acera de la escuela. Aprovechando la presencia de un carro que venía, corrí para anticiparme a su paso y alejarme. En el momento de ganar la acera vi que Eduardo estaba en la esquina del lado de la iglesia y, en su presencia, me baño un rayo de confianza. Volví a caminar tranquilo en tanto que de un lado cruzaba el asaltante hacia mí y del otro cruzaba Eduardo hacia él.

–¿Qué le ibas a hacer? –le preguntó en el momento en que nos encontramos los tres.

–¡Qué va! Vos por qué venís a defenderlo. ¡No te metás en lo que no te importa! –respondió el otro, que ya había sacado una navaja, mientras cruzaba la calle, y ahora trataba de esconderla entre su manos y su ropa.

–Él es mi primo y lo que es con él es conmigo –dijo Eduardo.

El otro vio que también venía armado y se abrió hacia la calle en actitud defensiva. Eduardo saltó frente a él e iniciaron ese baile de movimientos y de miradas en el que la finta y el amague le quieren hacer creer al otro que la mano extendida en el cuchillo lleva un rumbo y, quien engaña es quien hiere. Hiende el metal la tela primero y después la carne templada; brotan al tiempo sangre y quejido, y adquiera la danza una atmósfera oscura porque es la muerte quien la preside ahora, si persiste. Esta vez no persistió. Apenas se vio herido, el asaltante se corrió, se hizo a un lado. Yo me acerqué para mirarlo. Tenía la camisa empapada en sangre en torno al ojal que la navaja había dejado en ella; tenía el rostro lívido, los brazos pálidos; temblaba; había pánico en su mirada que se había vuelto sobre sí, como si el temor de la muerte fuera el único pensamiento. Eduardo en cambio tenía una mirada de éxtasis, como quien conquista una meta después de una ardua concentración y el ego se le hinche de amor propio. Se alejó sin decirme nada, le vi guardar la navaja mientras se iba. Entonces seguí mi camino, dueño de una rara tranquilidad, como si el instinto ahogado en mí hubiera florecido en mi primo, y tanto lo admiré a él como me desprecié a mí. Pero aun así no envidié su suerte, más bien sentí tristeza ante la intuición de que sus años estaban contados: en su mirada confluían el asesino y la víctima.

Por eso cuando mi madre, años después, trajo la noticia: “Eduardo, el de Joaquín, tuvo que huir de la ciudad porque mató a un muchacho en La Toma y lo están buscando a él para matarlo”, no me sorprendí como los demás, sino que desde el silencio imaginé que se demoraría unos meses para regresar callado y tomar a su enemigo cuando éste menos lo esperara. Tal vez fue así y tal vez no. El hecho es que cuando reapareció, su enemigo ya había dejado de existir y su fama de malevo peligroso se había convertido en leyenda.

Habíamos cumplido dieciséis años cuando lo volví a ver. El afán de conocer a una mujer me llevó a su casa. Rodríguez, un compañero de la escuela, regó la noticia entre nosotros de que Dalia Rosa, cuyos ojos pardos iluminaban las colinas de La Milagrosa, se dejaba besar de cualquiera, y yo, que desconocía el sabor del beso y la proximidad del aliento femenino, corrí en su búsqueda. Más por la ansiedad de lo desconocido que por la belleza de Dalia Rosa. La encontré en casa del tío Joaquín. Como era sábado, nos fueron dejando solos. De pronto, nos vimos en la sala, Eduardo, ella y yo. Él tenía esa noche la obsesión de un disco de cuarenta y cinco revoluciones, que repetía una y otra vez en la radiola. A ella le gustaba o lo fingía. Se trataba de El puñal sevillano. Yo lo había oído antes en la cantina de Octavio, pero jamás había reparado en su letra hasta esa noche. El ritmo de paso doble se alargaba hasta que aparecía la voz de Alberto Gómez y se escuchaba la escasa letra: Morena, me hirió de muerte/ con un puñal sevillano./ Escucha no llores/ y júrame por Dios/ que vas a matarlo/ al que me asesinó./ Bendita paloma mía,/ es favor que te pido:/ después de mi final/ procura vengarme/ con ese puñal...

Eduardo adivinó mis intenciones y, para que armonizaran con las suyas, le pidió a ella que bailara conmigo. Ella accedió y yo advertí que lo hacía sólo para congraciarse con él.

Si no fuera por los hechos posteriores, que se volvieron sobre ese instante para convertirlo en pregunta, pensaría que aquélla fue una escena ridícula: Eduardo sentado en un rincón, escuchando la canción como si se tratara de la síntesis de su existencia, y Dalia Rosa y yo bailándola por puro pretexto, yo para tratar de acercarme a su cuerpo y  a sus labios y ella para satisfacerlo a él. Así entendí que no hay nada más desolador que el abrazo de una mujer que te desprecia. Si amaba a Eduardo, era lógico que me despreciara a mí, porque yo era el otro lado de su ser. En vano luché por alcanzar sus labios o el aliento de su cuerpo, ella trazaba un muro invisible entre los dos que me sumía en la indignidad, pues mi insistencia era humillante. Obviamente no pude soportarlo y salí de allí odiándome, buscando un lugar imposible para esconderme de mí mismo.

Me refugié en la virtud del trabajo y allí rumiaba la pregunta: ¿por qué, si decidí sepultar en la sombra todo lo que Eduardo representa, profeso tanta admiración por él y, en esa medida, odio todo lo que soy, lo que está en mi condición?

No habíamos cumplido dieciocho años todavía cuando:

–Eduardo, el de Joaquín, se enfrentó a una banda de malevos en Gerona y ya ha matado a cuatro de ellos; los otros tres juraron que lo seguirían a donde fuera.

Algo en mi interior se rompió, como si de repente, en mitad de un sueño, lanzaras un pedazo de tu cuerpo al abismo, mientras el otro te parece despreciable además de ajeno. “Desaparecerá unos meses y los tomará, tras su regreso silencioso”, me dije, pero estaba equivocado:

–Parece que a Eduardo lo encontraron muerto en Cali. Es necesario que alguien acompañe a Sara para reconocerlo y traer el cadáver.

–Yo voy con ella –propuse–, siento que ése es mi deber.

Aunque era mi prima, yo había visto muy pocas veces a Sara. Ella era dos años menor que nosotros y había crecido casi al albedrío del azar porque desde muy temprano mostró una especial aversión al estudio y un desconsiderado afán por descubrir las gracias de la noche. Cuando nos encontramos en la terminal de transporte, venía con una mujer de piel canela y ojos pardos, cuya expresión cansada en el rostro, además del aire espeso de su mirada, hablaban de una vida intensa, habituada a vivir amaneceres. Era Dalia Rosa. Por nuestra conversación durante el viaje de ida, supe que ella y Eduardo habían sido amantes, más por la insistencia de ella que por la voluntad de él, y que alguna vez había estado embarazada.

Llegamos con el alba y comimos empanadas con café en una tienducha  frente a la morgue, mientras daban las ocho. Nuestra conversación rondaba todo el tiempo en torno a Eduardo. Mientras Sara se mantenía al borde del llanto, Dalia Rosa apretaba los dientes como quien, mientras piensa, urde terribles planes. Fue así como comprendí que el tamaño de su amor por Eduardo era el mismo que el del odio por sus asesinos.

Entramos en la morgue y, mientras Sara y yo nos ocupábamos del reconocimiento, Dalia Rosa se dedicó a preguntar por los objetos que él llevaba en el momento de su muerte: una tarjeta de identidad, una libreta de teléfonos, un pañuelo y unas monedas. Preguntando, preguntando... logró que le mostraran una bolsa plástica en la que guardaban el puñal que, al matarlo, le habían dejado clavado en el pecho y que, según dijo ella, era del propio Eduardo. Localizado el puñal, pareció tranquilizarse y se hizo a un lado. Mientras nosotros nos ocupábamos en reclamar el cadáver, ella permaneció al margen como si cumpliera una función independiente. Me extrañó que decidiera quedarse allí, en ese frío lugar, en vez de acompañarnos durante los trámites funerarios.

–Ésta parece que hubiera venido con una idea fija –me dijo Sara cuando escogíamos el ataúd en el que lo íbamos a enviar en avión, en tanto que nosotros regresaríamos en autobús.

–¿Cómo así?

–Es una mujer de ideas fijas. Cuando se propone algo lo hace porque lo hace. No dice nada. Uno la ve reconcentrada como si algo único ocupara su mente. Ni siquiera descansa hasta no verlo realizado. Es una cananea.

–Bueno, ¿y que podría estar tramando ahora?

–La venganza. Ella debe saber quién lo mató.

No puedo negar que me estremecí al oír la última frase de Sara. Su tono de voz era contundente. Intuí que más que dolor, sentía odio y que la gratificaba la idea de vengarse. En un gesto involuntario, mis ojos recorrieron su cuerpo, algo entrado en carnes a pesar de su juventud, y una ráfaga de calor recorrió el mío ante la reverberación del aire en torno a sus senos y a sus nalgas que templaban el bluyín hacia fuera.

Los hechos sucesivos obedecieron al orden natural, salvo tres detalles dignos de destacarse: uno, en mitad de la noche, cuando el bus en el que veníamos serpenteaba en la carretera, mientras casi todos los pasajeros dormían, Dalia Rosa me habló en tono familiar, como si, muerto Eduardo, quisiera reconciliarse con el aspecto despreciable de él que ella veía en mí, y me habló para recordar la noche que habíamos sido uno con él al bailar El puñal sevillano, y me repitió las sílabas de la letra como quien eleva una oración; dos, Sara –mi prima– recostó su cabeza en mi hombro durante todo el viaje como quien se abandona a la protección del ser amado y huye del mundo en un sueño plácido mientras éste gira y gira; y tres, al llegar, Dalia Rosa nos mostró el puñal y confesó haberlo robado de la morgue.

En adelante, di la espalda a los hechos porque me sentía incapaz de afrontar el curso que ya imaginaba o conocía. Dalia Rosa entró en la banda de los enemigos de Eduardo. Supimos que se había hecho amante de uno de los cabecillas y que éstos la exhibían como un trofeo.

Habían pasado seis meses después del entierro, cuando recibí una visita de Sara, quien estaba interesada en ponerme al tanto de todo aquello cuanto yo quería ignorar. El placer contenido con que iba tejiendo su relato, me confirmó que todo tenía sentido para ella si lograba ponerlo en mi conocimiento. Me sentí cómplice de una trama que me trascendía y en la que mi papel no podía ser otro que el tránsito de la oscuridad a la luz. Con vergüenza comprendí que no era más que un instrumento involuntario, un testigo indigno que cifra su mensaje en la apariencia falaz de una ficción. Uno a uno, los asesinos de Eduardo fueron apareciendo apuñalados en el amanecer de un lunes del segundo mes, un martes del cuarto, un miércoles del sexto... Ni los policías ni los miembros de la banda extinta dieron con la sencilla clave que  Sara y yo conocíamos.

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Tomado del libro LOS RELATOS DE LA MILAGROSA (Cuentos. Fondo Editorial Universidad EAFIT. Medellín. 2000)