Escudo de la República de Colombia
A- A A+

La última vez que lo vi fue dentro de dos años y lo único que guardo conmigo es el aroma de su perfume expectante en mi nariz y la imagen de su boca dejando caer la promesa de que volvería. Pero no volvió, a pesar de que aún no lo conozco y, probablemente, no sepa quién soy yo. Las cosas con el tiempo son difíciles. Cuando se envían cartas, su paradero es impredecible y no se sabe con certeza si alcanzarán el tiempo adecuado. Hoy día no se envían muchas cartas. La gente prefiere retener las palabras a la incerteza de su paradero. Me citaron el viernes. Cruzo la ciudad a pie, preguntándome por qué hay palabras que parecen nunca acabarse por más que son pronunciadas. Algún bar de esos bohemios que adornan la avenida donde se reúnen los alternos a escribir, como si escribieran para alguien, destila notas de esas músicas que me traen su imagen con tan insoportable insistencia. En algún punto de mis pensamientos, mis pasos son sorprendidos por la hilera grisácea de fachadas burocráticas. Siempre hay un botones en el elevador. Esta vez es un sujeto robusto y rojizo. Pienso que es francés, pero Francia ya no existe. Al piso cuarenta y dos, por favor. Me pregunto cuánto les pagarán a estas personas que logran camuflarse en el manto de las funciones más cotidianas. Suena una canción. Ahora me pregunto cuántas personas prestan atención a la música que abarca los elevadores, y más adelante, pienso en la existencia de músicos virtuosos cuyo único propósito es componer piezas que suenen aquí adentro. Se abre la puerta, buenos días, bien pueda pase que lo están esperando en la oficina, muchas gracias. Me recibió Martín, con su displicencia habitual y me preguntó que si quería un vaso de agua. No quiero un vaso de agua, Martín, quiero quitarme esta certeza de estar condenado, quiero deshacerme de los pensamientos acuciantes. Tomé asiento. Qué calor. Sí, qué calor, se dañó el aire. Me pasó una carpeta que en el anverso estaba marcada con un cuatrocientos veinte. Su próximo viaje. Gracias, Martín. Abrí la carpeta. Era otro de esos viajes. Levanté la mirada y su monóculo, siempre expectante, se inclinó un poco, confirmándolo. Leí el expediente: la misión consiste en evitar que seis huevos de gallina caigan al mar, en la costa sur, el veinte de abril de un año que aún no ha sucedido. Qué calor, Martín, qué calor. Las misiones me resultan ridículas y, pese a que quisiera comprenderlas, debo quedarme siempre con su fachada, frívola y gris como los edificios. Es imposible saber cuál es la finalidad de las mismas. Cada empleado del tiempo actúa con la convicción de que cada mínima acción (o inacción) consolida la permanencia del régimen. Algunos van al pasado, otros al futuro. Son las seis de la mañana, me despierta el murmullo de mi cabeza. Es otro país, en la costa sur. Tres meses es mucho tiempo. Pienso en cómo me entretendré. Un día cerré los ojos y ya tenía que irme. La mañana es fría como la mirada del conductor que me espera en el portón. Tres minutos tarde. Qué pena, es que hoy me preocupé más que de costumbre por mi salud dental y me demoré dos minutos de más pasándome la seda. Sí, sí, eso dicen todos. El resto del viaje no cruzamos más palabras. El conductor me miraba de cuando en cuando por el retrovisor, con desconfianza. Quizá se fijaba en mis dientes. Llegamos. Muchas gracias. Llegué al pabellón del futuro. Mi viaje estaba retrasado. Suspiré. Esos tres minutos de tardanza no me salvaron de esperar. Fui a sentarme en la zona burocrática, saqué mi transistor y me puse a escuchar Carmen de Georges Bizet. En el transcurso del primer acto alguien me habló. Que murió muy joven. Disculpe, qué dice, me volteé encontrándome con el hombre robusto y rojizo del elevador. A los 36 años murió, yo lo conocí. No me diga. Sí, en uno de tantos viajes que hice, era un sujeto muy particular. Era ateo, para esa época, imagínese. Espere, ¿usted es francés? Francia ya no existe, que esto y lo otro. Sí, yo sé. ¿Y a ustedes los de los elevadores los dejan viajar? No, no, yo no trabajo en los elevadores. Era una misión que me pusieron. Ah, ¿de dónde es? Del futuro, ¿y usted? Yo soy de aquí pero voy para el futuro, mi viaje se atrasó. Sí, el mío también, a lo mejor tenemos el mismo. Me fijé. Sí, tenemos el mismo. Luego viajamos. Aparecí en medio de una plaza vacía, abrazado por un frío insoportable. Frente a mí, una iglesia cuya torre sostenía un reloj que marcaba las dos de la madrugada. Escuché el eco de unos tacones caminando apresuradamente sobre pavimento. Busqué el sonido con mis ojos hasta que di con una mujercita envuelta en un abrigo de piel de algún animal. Se acercaba desde lejos montada en unos taconcitos rojos que parecían dejar una estela. Mire, mire su abrigo. Póngaselo que qué frío. Y sí, hacía frío. La mujercita se presentó, dijo que se llamaba Valentina y que sígame porque yo lo voy a hospedar. Pregunté si vivía muy lejos de la estación. No me respondió y aceleró el paso. Caminé observando la suciedad de mis zapatos. No recuerdo cuándo fue la última vez que los limpié. Entre tantos viajes y misiones uno se va quedando sin tiempo para lo más simple. La mujercita abrió el portón. Caí en cuenta de que no recordaba su nombre. Caminamos por un pasillo amarillento, mientras ella me hacía preguntas. ¿Ya sabe qué es lo que tiene que hacer? Sí. ¿Sabe cuándo lo tiene que hacer? El veinte. Sí, se lo marqué en el calendario con lápiz rojo. En la nevera hay cosas. Cuando se le acaben me llama. Yo no estoy en este edificio, pero sí en el de enfrente, entonces lo puedo mirar por el balcón. Y después de decir esto, sonrió. Yo no entendí su sonrisa. Que si necesito cualquier cosa le avise, que igual ella va a estar mirando, y se fue. Sin darme cuenta, yo tenía las llaves de una puerta que se erguía frente a mí. Tuve un poco de nervios porque siempre las puertas se pueden abrir de tantas maneras; pero en esta ocasión no fue difícil. Entré. Pequeño pero cómodo. No había mucho que recorrer. Tomé té. Cerré los ojos y el primer mes ya había pasado. Siento que no hay nadie en esta ciudad. Parece que la gente siempre se está escondiendo. Si da la casualidad de encontrarse con alguien; con algún incauto transeúnte que se escurre en la rapidez de sus pasos, queda un sinsabor, una sorpresa difuminada en pena: La convicción de un crimen, de una masturbación, de algo prohibido, de la ley rota. Una mezcla de soledad y pecado. Discúlpeme. Qué pena, esto y lo otro. No era mi intención encontrármelo. Y así, mientras uno se deshace en excusas, ese alguien de expresión preocupada ya se ha esfumado, sin escuchar, sin mirar. Pienso que no he usado mi boca hace tiempo. ¿Sabré hablar todavía? ¿Podrá la gente entenderme cuando tenga que decir algo? ¿Sabré usar las palabras? ¿Seguirán las palabras significando lo mismo que yo creo que significan? Hoy iré a visitar el mar. En el camino le daré vueltas al asunto, una y otra vez. Huevos en el mar, huevos de gallina en el mar. Creo que si me lo repito varias veces cobrará sentido. A mi recorrido le acompañan siempre las preguntas. Me veo caminar; veo mis pasos. Uno tras otro en una sinfonía sin música. Cuando se trabaja con cuestiones de tiempo uno siempre se pregunta si la gente habrá hecho las cosas que se hacen del mismo modo siempre. ¿Siempre habrá caminado así la gente? ¿Siempre la playa les habrá recibido con esta imagen tan vasta con la que me recibe esta tarde? No sé en qué momento dejé de caminar. Ahora, detenido, contemplo lo profundo e indecible de una imagen que parece tan fachada, tan construida, tan postal. Me da la impresión de que, si avanzo un paso más, la tela del bastidor se va a rasgar, dejándome caer en el espacio de lo inexistente. Me acerco a la orilla, en donde el mar lame con parsimonia la arena no tan blanca y no tan fina. Se puede caminar mar adentro por mucho tiempo, hasta que las algas comienzan ya a apoderarse de los pies. Desagradable sensación. La brisa me acaricia la cara, como el amante perdido que anhelo, dando paso a las gotas de lluvia, que salpican el paisaje de mis mejillas. Mi mirada se encuentra con la silueta de un hombre alto que observa no sé qué cosa. Está allá, en la arena, dotado de una imagen de profeta, de redentor. La lluvia arrecia. Mis días se confunden entre lluvias, visitas a la playa y el sonido de tacones rojos que suben y bajan las escalas cada semana para dejar víveres en la puerta. Hay dos lugares que se han vuelto costumbre: El balcón, en el que una extraña certeza de regocijo me embarga al saberme no-solo, y la playa. A él lo he visto ya en varias ocasiones, siempre cargando ese manto de enigma y silencio que me dan tantas ganas de rasgar. Hoy le hablaré, lo he decidido. Está lloviendo. Me acerco. ¿No le molesta la lluvia? No, ¿a usted sí? No, tampoco. Nos miramos. Sí sé hablar todavía. Hay algo que me dice que lo conozco de antes. Una cierta familiaridad. ¿Lo conozco de antes? Tal vez de otra vida. Ya lo he visto desde hace un tiempo. Siempre coincidimos. ¿No le parece curioso? ¿Curioso cómo? ¿Curioso por qué? No sé, no sé. Sólo digo. Sólo dice, dice. Sí, a lo mejor es curioso. ¿Cree en las coincidencias? Antes sí, ahora no. Desde el régimen uno sabe que todos los movimientos están calculados. Todas las personas que uno ve por ahí no son personas. Son esos agentes del tiempo. Me fui enterando que incluso una miga de pan que cae al suelo en la calle 50 es una cosa planeada. Contratan gente para eso. Para que pasen (o no pasen cosas). ¿Ya sabía? Hm. Sí, he escuchado. ¿Se queda aquí toda la tarde? Sí, ¿usted? Sí, también. De camino a casa algo oprimía mi pecho, mientras en mi mente sonaba una de esas músicas que suenan cuando algo decisivo está a punto de suceder. Tuve que detenerme, en medio del andén, para recobrar el aliento. La gente se sorprendió. Por primera vez en mucho tiempo alguien se detenía en medio del trayecto, como dando espacio al azar, a lo inesperado, a la posibilidad de toparse con gente. Pensé en él, como si fuera un fantasma, un embrujo, una ansiedad que no se sale. ¿Lo conozco de antes? Los días pasaron. Nos seguimos encontrando en la playa, sin decirlo, sin planearlo. ¿Le digo algo? Yo siento que usted hace parte de una pintura. ¿De una pintura? ¿Por qué? Siempre que vengo a la playa este cuadro me recibe, como si fuera la visión estática de un pintor que se quedó por siempre enfrentando al tiempo, y usted siempre está ahí. Eso que usted dice me recuerda a una historia que me contaba mi abuela. Cuénteme. Era una niña que una vez se quedó sola. Desde hace tiempo una bruja se había enamorado de ella por su incomparable hermosura, y aquél fue el momento. La bruja aprovechó y se llevó a la niña. Cuando los padres regresaron encontraron a la niña dentro de una pintura, y nunca pudieron hacer nada para sacarla de ahí. La niña envejeció, hasta que desapareció de la pintura. Un momento, yo conozco esa historia. ¿La conoce? Sí. ¿Por qué la conoce? Mi abuela me la contaba y ahí supimos que nos conocíamos, desde hace años, desde hace miradas, desde hace suspiros. Lo conocía mejor que a nadie, y él me conocía casi implacablemente, sin tregua. Nos hablábamos sin las palabras y sin los ojos. Había algo que nos excedía, mucho mayor a nosotros, que nos abarcaba en cada segundo y en cada percepción. Me acerqué, sintiendo su perfume, apoyándome en su pecho, escuchando sus latidos, reconociendo el ritmo, abriendo una puerta, usando una llave, besándonos, perdiéndonos, recitando con nuestras mentes pedazos de historias que uníamos sin querer en el movimiento sinfónico de una pieza que nos estuvo siguiendo toda la vida. Sentí sus labios, probé su sabor, encogí los dedos. Llovía. Ese perfume, ese aroma, esa imagen, esa pintura, ese momento. Es el pináculo, es el momento cúspide. Afuera el mundo pasa sin que yo me dé cuenta. Lo miro, sus ojos de granizo son mis mismos ojos, sus labios carnosos son mis mismos labios, su mirada entre melancólica e infantil es mi misma mirada. Lo reconozco de mi infancia, soy yo. Soy yo pintura, soy yo aroma, soy yo vuelve no te vayas. Se está yendo, recordó que debía hacer algo, lo distraje, nos distrajimos. Vuelve no te vayas, no me dejes, no más, no más ausencias. Mi mirada cae al suelo como un florero que tumban por descuido. En el mar hay seis huevos de gallina. Seis huevos de gallina en el mar. Huevos en el mar. Mierda, mierda, mierda, mierda. Huevos en el mar. No lo podía permitir, cuándo pasó, en qué momento, me condené, lo jodí, perdón, perdón a quién si nadie me escucha. Ya no me importa. Dónde estás, también estás huyendo, también lo jodiste, lo jodimos los dos. Ven, una última vez, un último beso, una última jodida de este tiempo y de este espacio, el régimen nunca nos importó. Me tengo que ir, me tengo que ir, sí yo también ya me voy dame un último beso. Me dio un último beso. Traté de guardar su aroma en mi memoria. Hasta aquí llega el mundo, lo jodimos todo. Volveré, volveré me prometió. Qué pasa después, nadie sabe. Ni el autor de este cuento. Lo único que guardo conmigo es el aroma de su perfume expectante en mi nariz y la imagen de su boca dejando caer la promesa de que volvería.