Escudo de la República de Colombia
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—Tomás, revisa las tres pes.

—Pasaje, plata y pasaporte –señala su riñonera y después el piso–, maleta y mochila empacadas –me pone la mano en el hombro–; listo, mi capitana.

—Cepillo de dientes… aspirinas… celular…

Alejandro cierra la puerta.

—Lleva un suéter a la mano.

—Estamos en verano, mamá.

—Es para el avión –entro al carro y cierro la puerta–. Un suéter a la mano no sobra, así sea para enrollarlo y dormir sobre él.

—O para hacer un torniquete si hay un accidente.

—O para amordazar a una señora.

—¿Listos?

—Listos.

Alejandro enciende el motor y bajo el tapasol. Miro a mi hijo por el espejo. Le pregunto si se despidió de los abuelos.

—Sí, mami.

—Y de Camilo, ¿te despediste? ¿Hablaron antes de que se fuera para ese concierto?

—Sí, mami.

—¿Concierto? –pregunta Alejandro.

—Algo de la Feria de las Flores… ni sé con quienes iba… no me dijo.

Alejandro se detiene en la esquina.

—Tomás, averigua la ruta en el Waze.

—Transversal intermedia, loma de Los Balsos y después Las Palmas… cuarenta y cinco minutos.

—Una hora al aeropuerto.

—Cuarenta y cinco minutos… Ahí está el pesimismo anticipado de los Vega.

—Y la parsimonia seguida de la urgencia competitiva de los Gutiérrez. Ahora no quiero que conduzcas como un loco… Lo importante es llegar bien… llegar enteros.

—Busca musiquita en la gaveta.

—Voy a poner a Sabina en honor del viajero –lo miro en el espejo y me sonríe–. Nuestro anciano hijo… Es raro que a un muchacho, a tu edad, le guste Sabina.

—Veinte añitos.

—Papi, ya tengo veinticuatro.

—El anciano de veinticuatro.

Abro la gaveta.

—¿Qué es eso? –señalo.

—¿Qué?

—Ese paquete rojo.

—Ah… un regalo. Se me olvidó bajarlo anoche.

—¿Qué es?

—¡Ábrelo!

—Pesa mucho… ¿Una botella?

—Un licor muy especial.

Eau de vie… Poire Williams –lo pongo frente a mis ojos–. Eso que flota es una… ¿pera?

—Bienvenida al mundo de las drogas, mami.

—Rubén Mazo… Me lo llevó a la decanatura.

—Ah…

—A que no adivinas cómo introducen la pera en la botella.

—A ver… el fondo de la botella lo pegan, lo funden… vidrio con vidrio…

—Es más simple.

—¿Rubén Mazo? Es el que te ayudó con la recomendación para el doctorado, ¿verdad?

—Ajá –Tomás mira el paisaje. Lleva la ventana abierta. El viento le despeja la cara.

—Ese licor lo hacen en el valle del Ródano.

—Y dejarnos este regalo… –leo la etiqueta tocando los sellos–, cuarenta y cinco grados de alcohol… el aguardiente no llega a treinta, ¿verdad?

—Una bomba –Tomás no deja de mirar el paisaje.

—Un regalo muy especial –Alejandro me mira.

—¡Cuidado! –frena–. Mejor concéntrate en la carretera.

—Rubén me dijo que hay que tener otra botella con licor de repuesto para que la pera nunca toque el aire.

—Siempre llena…

—Mercadeo.

—¿Cada cuánto viene a Colombia? –pregunta Tomás.

—Está viniendo cada seis meses.

—En el museo del colegio había unos frascos llenos de formol –digo.

—¿Fetos? –pregunta Tomás.

—Estaban en orden… Uno chiquito de compota, otro más grande de mermelada, otro de…

—¿Educación sexual para las alumnas?

—Había también un esqueleto y unas serpientes y… no sé, creo que nada más.

—Fin del museo.

—Era un museo chiquito.

—Rubén se ofreció… –Alejandro mira a Tomás por el retrovisor– me dijo que si necesitas algo o vas a París, tienes una casa donde llegar.

—…

—Ese Rubén es un tipo muy especial. ¿Cierto?

—…

—Un tipo brillante, si lo vieras; es menudito, como un niño, no aparenta nada, pero tiene a su cargo un centro de investigación y más de diez estudiantes de doctorado. ¡En la Sorbona!… Es increíble, nos aceptó las pasantías para venir a la universidad… Porque le gusta venir a Colombia… Y visitar a su mamá… Está enferma.

—¿Es casado?

—Sí, con una francesa.

Tomás había llegado de Francia, de Compiègne, hacía casi un año con un título de maestría muy largo. Se lo hice repetir varias veces para memorizarlo: “Systèmes complexes mécatronique et mécanique avancée”. Antes de su llegada compré sábanas y almohada. Panelitas de coco y obleas con arequipe. Cuando lo recogimos en el aeropuerto tenía el pelo largo y la barba sin afeitar, parecía un escalador del Himalaya o un sobreviviente de un naufragio en las baleares.

—Un hipster –dijo Cami cuando lo saludó.

Los primeros días durmió mucho como si hubiera llegado a hibernar en su cama. Y luego fue de fiesta en fiesta. Los amigos, los primos, los abuelos, las tías, todos querían saludarlo y ver cómo había llegado… Está más grande. Está muy bello. Ese pelo largo te queda divino. Y me notificaba, voy con unos amigos al teatro. Te cuidas. No llegues muy tarde. Bebe con cuidado. Me avisas. En esos días Alejandro le dijo que había un tipo muy interesante que venía de la Sorbona, pero Tomás no prestó atención y se puso a construir un instrumento musical, una mezcla de violín con guitarra. La abuela nos miraba como preguntando qué estaba pasando con el muchacho, pero yo me encogía de hombros y le admiraba esa obra que fue puliendo hasta ponerle cuatro cuerdas y arrancarle unos acordes.

Violarra, así la llamamos.

En diciembre comenzó a mirar sus opciones de doctorado y accedió a ir a la universidad con su papá y conversar con ese profesor que venía de la Sorbona. Y todo comenzó a fluir; una carta de recomendación, un profesor de la universidad de Burdeos, un contacto con una empresa en Stuttgart, un convenio multinacional, un tema de su interés. Y luego las entrevistas por Skype, el contrato por correo y la visa de trabajo alemana. El proceso se prolongó por casi ocho meses.

—El parqueadero está lleno.

—Allá hay un lugar.

—¡Qué calor!

—Tomás, baja la maleta.

—¿Dónde pongo la botella?

—Déjala aquí atrás… Después vemos.

—Listo… voy a cerrar.

—Dale que yo llevo la mochila.

—¡Qué solazo!

—Aquí es más fuerte que en Medellín.

—Te dije que el suéter era un estorbo.

—Vas a ver lo útil… Una almohadita para dormir todo el viaje.

Tomás hace la fila en el mostrador de la aerolínea, enseña su pasaporte y entrega la maleta. Luego vuelve y nos dice que hay tiempo para comer algo. Vamos al Astor. Ordenamos jugo de mandarina y pasteles de queso. Nos sentamos. Le pido a Alejandro que nos haga una foto. Luego les hago otra a ellos dos.

Y suena mi teléfono.

—Es Camilo.

Mami, no te asustes. ¿Qué pasó! Tuve un pequeño accidente. ¿Qué? ¿Te chocaste? ¿Te pasó algo? No, mami, me rayé el ojo. La córnea. ¿Cómo? Una estupidez, un manotazo… Y con la uña me rayé el ojo… ¿Entonces? Estoy en urgencias. ¿Qué te dijeron? No, que por ahora debo taparme el ojo y ponerme unas gotas de antibiótico y antiinflamatorio, pero… ¿Pero qué? Pero me tienen que operar. ¿Entonces, es grave? No, mami, no es grave, es una operación sencilla. ¿Cuándo? El miércoles. ¿A qué horas? A las siete de la mañana. Es ambulatoria. ¿Pero puedes ver? Sí, pero me duele y no soporto la luz… ¿Estás solo, hijo? No, tranquila, Simón y Valeria me van a llevar a la casa.

—Bueno, ahora nos vemos… En seguida bajamos. Cuídate. Cuídate.

Les explico y Tomás me pasa la mano por el hombro.

—Mami, ya es hora de entrar a emigración.

—Es hora… ¿Cuándo crees que puedas volver?

—No sé, mami, tal vez en Navidad.

—No creo que tengas vacaciones tan rápido… Dentro de un añito, en verano.

—Te quiero.

—Yo a ti. Me escribes cuando hagas tu escala en París y después, cuando llegues a Stuttgart, no te olvides de irme avisando cómo vas.

Nos abrazamos. Se va con la fila. Cruza la puerta. Puedo verlo cuando se quita los zapatos y la correa. La mochila, el teléfono. Pasa por el escáner. Toma otra fila hasta llegar al puesto de revisión de pasaportes. Pasa.

—Ya no lo veo. ¿Dónde está? …Se me perdió. ¿Lo estás viendo?

—Míralo. Allá, al final, en medio de toda esa gente. La camiseta blanca. Al fondo.

—¡Nos está diciendo adiós! –me empino y agito la mano.

—¿Lo viste?

—Sí… míralo. Un dientecito de león en medio de una pastura de viajeros…

—Se fue, ya se fue, vamos a la casa.

—¡Qué calor!

—¡Abre la ventana!

—Cami, Cami. ¡El carro está como un horno! La córnea... los ojos, nada más valioso que un ojo. 

Salimos para tomar la vía principal. Pasamos el peaje. Subimos hasta el alto de Las Palmas y cuando empezamos a bajar oímos un ruido.

—¿Qué fue eso?

—¿Sientes el olor?

—¿Gasolina?

—No… ¡La botella!

—¿Explotó la botella!

Alejandro se orilla y nos bajamos. Cuando abre la maleta una exhalación de licor sale.

—¡Qué pesar!

—¿Ves? Solo quedaron los vidrios y la pera.

—No probamos el licor.

—Qué pesar.

—Cuando lleguemos habrá que recoger los vidrios y dejar que el carro respire.

—Al fin no me has dicho cómo meten la pera en la botella.

—La flor, introducen la flor en la botella y esperan hasta que se forme la pera.

—Increíble; es bonito…–la tomo con los dedos.

—Cuidado te cortas.

—…

—Rubén me dijo que era como un aguardiente de frutas sin anís.

—Pero si lo piensas bien, es muy triste. Esta pera creció en una botella y nunca sintió el aire ni…

—¿Tiene vidrios?

—No, está bien.

Seguimos por la carretera con el poniente en la cara. Bajé el tapasol, miré el espejo y le subí el volumen a la música. Ya no está. Pensé en ese último instante. Su mano agitándose sumergida en esa marea de gente… El viento me pega en la cara. Sabina canta: “Pero si me dan a elegir entre todas las vidas yo escojo la del pirata cojo con pata de palo, con parche en el ojo, con cara de malo, el viejo truhan capitán, de un barco que tuviera por bandera, un par de tibias y una calavera…”. Y oigo cantar a mis hijos… Ese día regresábamos de la finca, era de noche y el asfalto estaba negro, muy negro y las líneas de la carretera pespunteadas con taches amarillos serpenteaban en la oscuridad como anguilas abisales. No había tráfico y estábamos los cuatro. Alejandro al volante sin nadie a quién rebasar y mis dos hijos atrás, cantando en coro… Éramos los cuatro, solo los cuatro.

—Antes de ellos hubo una pérdida… ¿La recuerdas?

—¿Ah?

—Que si te acuerdas de que perdimos una niña.

—Ni siquiera supimos si era ella o él.

—…

—Era una cosa diminuta –me mira.

—Una cosa diminuta, ¿cómo puedes saberlo si nunca la viste?

—A eso me refiero, duró muy poquito. Fue como saber que estabas embarazada y, de inmediato, perderla.

—…

—Tenemos dos hijos y eso es suficiente.

—Si no la hubiera perdido, no hubieran nacido ellos.

—…

—Me refiero a que hubieran sido otros niños distintos a ellos. ¿Te das cuenta?

—Así es el destino. La vida.

—Hace unos días me encontré en el joyero, en una cajita, las manillas de los niños… Son de cuando nacieron. Dicen los nombres, la fecha, la hora y el peso.

—…

—Hay una tercera manilla que dice mi nombre y la fecha del curetaje por el aborto… 4 de marzo de 1989.

—…

—…

—¿Qué vas a hacer con esa pera?

—No sé.

—¿La vas a cargar todo el tiempo?

—No sé, creo que sería un pecado botarla por la ventana.

—¿Entonces?

—Está blandita… Es como si se me fuera a deshacer en la mano. Debe ser por el calor, pero la piel… Es que no soy capaz de tirarla.

—…

—…

—¿Qué haces?

—…

—¿Qué estás haciendo?

—Nada, no me mires así… Es una pera.