Enfrentada a los árboles que caen, Estefanía se paraliza. Casi no escucha el ruido de las motosierras. Los troncos gruesos y altos de la selva, que van sucumbiendo ante las máquinas, caen en silencio para ella. Los pájaros que estaban posados en los árboles, se dispersan por el cielo, chillando y gritando, espantados por los motores y el temblar de las ramas antes del desplome. Los aserradores, todos hombres, todos más altos y más fuertes que Estefanía, se lanzan sobre cada árbol recién tumbado para descuartizarlo en segundos. Y detrás corren los biólogos y los veterinarios del equipo, que escarban entre las ramas y buscan por todas partes animales que puedan haber quedado trapados. Estefanía sigue parada al margen de todo, como si solo fuera una espectadora, sigue sin oír nada. Hasta que su propio nombre le entra, a fuerza de repetición, en la cabeza. Es uno de los biólogos, el líder de este equipo. Despertate paisa, le grita, y la llama con un ademán apurado.
Estefanía corre detrás de su nombre, sin saber muy bien qué hacer. Pero llega al pie del árbol caído y entiende. Puede ver los animales que se mueven entre las ramas, asustados, heridos; los escucha chillar, y empieza, como los demás, a agarrar cuantos puede. Pájaros de todo tipo, micos pequeños, lagartos, ardillas. Toma, con sus manos cubiertas por guantes de carnaza, a cada animal con delicadeza pero con urgencia, lo examina por todas partes, si está herido hace las curaciones básicas con los elementos médicos que lleva encima y luego se lo pasa a uno de los asistentes de campo, que lo lleva lejos del perímetro de tala, para guardarlo en una jaula. Estefanía sigue moviéndose con urgencia, supliendo su quietud anterior. No piensa, no escucha, la adrenalina la hace otra, más fuerte, más ágil, los libros de medicina veterinaria le desfilan frente a los ojos como los ficheros infinitos de una gran biblioteca, y sabe, casi de manera inmediata, qué medicamento administrarle al animal, y en qué cantidades. Como puede venda alas, patas, colas; como puede corre detrás de cada árbol nuevo que cae y escarba frenética, para sacar a los animales, como si por eso le fueran a dar un premio. Evade las motosierras, no siente el polvo y las virutas de madera que le caen encima, no le duele el corte que se acaba de hacer en el muslo con una rama, no le arden las manos, no siente hambre ni calor ni cansancio aunque lleva horas bajo un sol de casi cuarenta grados, moviéndose sin tregua entre la selva que se desmorona.
Aunque está cansada, la primera noche Estefanía no logra dormir. Le duele todo el cuerpo, sobre todo la cortada en su muslo, siente que los músculos le palpitan, como si quisieran seguir corriendo. Pero ahora todo está oscuro y el silencio de la selva la desconcierta. Hace tiempo que no se sumergía en ese silencio lleno de ruidos: las chicharras afuera, los murciélagos que comen frutas de los árboles, los zancudos, las lagartijas, los pájaros nocturnos, las cucarachas que se mueven por el piso de su cuarto. Ya dejó de temerles a las cucarachas y su presencia parece reconfortarla un poco, le recuerdan otros tiempos, otras selvas. Se siente menos sola.
Cree haber dormido unas tres horas, hasta que le suena la alarma del celular que dejó junto a su almohada, justo antes de que cante el gallo. Se levanta aún en la oscuridad, no hay luces que prender en esta casa. Tantea hasta que encuentra sus botas y las sacude. Se las pone y sale del cuarto. Afuera solo está la señora que contrataron para que cocine a los del equipo veterinario. Se llama Nancy y tiene casi la misma edad de Estefanía, aun así ella le dice doña, doña Nancy cómo está. Una lagartija chilla, escondida entre las vigas del techo de guadua. Es la premonición del despertar. Los demás veterinarios y biólogos empiezan a llegar a la cocina en busca del desayuno. Estefanía ya ha terminado su arepa con huevo y le cede la silla a una chica que todavía no le han presentado. Se recuesta contra la pared a terminarse su café mientras mira comer a los demás. La mayoría no la conoce, y no parece importarles que haya alguien nuevo, no se interesan en ella, en saludarla, en darle la bienvenida.
De repente, recostada contra la pared, siente que está de nuevo parada al margen de las cosas, viendo a los demás mientras ella se queda estática. Pero esta vez entiende, antes que nadie más se lo grite, que debe aprovechar la ventaja. Se acaba el café en dos tragos, le agradece a Nancy y sale de primera para las duchas. La casa en la que duerme el equipo es prefabricada, sencilla, con una habitación para los hombres y otra para las mujeres, una cocina precaria y una mesa larga. No hay más. Los baños y las duchas están afuera, de cara a la selva en cuyo borde se levanta la casa. Adentro no hay electricidad, para usar los equipos médicos y los computadores, las personas del grupo deben llegar a la base de trabajo, donde se guardan los animales rescatados, los suplementos médicos, y donde se abanica el jefe de la operación. Se llama Marcos y a Estefanía le parece detestable, no porque huela a cigarrillo reconcentrado y les mire la nalga a todas las mujeres, ni porque no sepa hablar pero se las dé del más educado, ni por su bigote delgado y negro que le pesa, como falsificado, sobre el labio superior, ni porque con la lengua se chupe los dientes sin vergüenza. Estefanía lo encuentra detestable desde el primer día, cuando la recibió en esa misma base.
El proyecto de la represa lo lleva a cabo una compañía con experiencia en tumbar árboles y erradicar monte en nombre del progreso. Van a cortar todos los árboles de ese sector de la selva y van a inundarlo todo para hacer una represa gigante. Por ley deben contratar a un equipo de biólogos y veterinarios que se asegure de rescatar la mayor cantidad de fauna silvestre, para disminuir a toda costa el impacto ecológico del proyecto. La compañía debe sustentar al Estado y a las organizaciones de veeduría ambiental, cuántos animales se rescataron y rehabilitaron de manera exitosa; cuántos se rescataron y están en tratamiento veterinario, cuántos ya regresaron a otras zonas de la selva, y cuántos murieron. Esa última cifra es una ficción, y todos los miembros del equipo lo saben. No se pueden reportar los muertos, esos, aunque pequeños, no le convienen a los números de la empresa.
Marcos es el encargado de la contratación, y Estefanía aún no sabe muy bien cómo le llegó su hoja de vida. Cuando recibió la llamada aceptó sin pensarlo mucho. Luego, con los días, fue que la cabeza se le empezó a llenar de dudas. Pero en el momento no tenía más qué hacer en la ciudad, no tenía trabajo, y la promesa del dinero, más que otra cosa, fue lo que le ayudó a empacar la maleta. Ella odiaba esas compañías y esos proyectos, pero a pesar de todo se encontró ahí el primer día, parada ante Marcos en la base de trabajo. Tenía la cara roja por el viaje largo en bus y el calor insoportable, se arrepintió de haber usado bluyines. El hombre la recibió en la base de trabajo, la hizo pasar al tráiler en donde tenía su oficina y, sin saludarla siquiera, le dijo a otro tipo que estaba adentro, su asistente tal vez: “Mirá lo que me mandaron de Medellín. No les vuelvo a pedir nada”. Estefanía lo detestó inmediatamente, sintió el empuje de tumbarlo ahí mismo en su oficina, como le enseñaron hace años los campesinos del Urabá a tumbar bestias, para que viera lo que le habían mandado de Medellín, pero se quedó quieta.
El agua de la ducha apenas le quita por unos minutos el calor pegajoso. Estefanía se viste con la ropa de trabajo, prepara su morral y pide otro café, doña Nancy por favor. Se sienta a esperar al resto del equipo en un tronco tumbado frente a la casa, que hace las veces de banco. Apenas está clareando, los sonidos de la selva son otros y el estrépito crece. El día anterior, enfrentada a los árboles que caían, Estefanía se paralizó. Ahora, con el café en la mano, entiende que fue de tristeza. El derrumbe violento y fulminante de cada tronco la destruye. Se imagina el crecimiento de los árboles, lento, imperceptible para el ojo distraído, pero constante. Puede ver las venas de clorofila, los anillos en la madera, los bulbos de las flores, las semillas que caen. Todo se le aparece en la cabeza y se acuerda de una película que vio en su infancia, donde unas hadas del bosque, del tamaño de un pulgar, se enfrentaban a los aserradores desalmados que querían destruir su hogar. Siempre le gustó esa película, siempre lloró cuando moría el bosque. Ahora ella, sentada en el banco afuera de la casa, espera con un casco de seguridad blanco a su lado, idéntico al de los aserradores de la película. Su hermana le dirá luego que no es lo mismo, pero Estefanía intuye algo que no se atreve a decirle a nadie. A ella le pagan con el dinero que la compañía gana por talar los árboles. Se termina el café y se siente inútil. Entra de nuevo a la casa para entregarle a Nancy la taza vacía y se encuentra con varios compañeros que van de salida. Esta vez sí la saludan, con el estómago lleno son otros.
Este día es igual que el anterior. El equipo de biólogos y veterinarios se alista detrás de los aserradores. Los segundos entran a la selva, cortan un árbol, y los primeros se lanzan entre las ramas, entre las raíces. En la tarde ya tienen más animales que ayer, Estefanía ha encontrado varios que seguramente morirán más tarde, pero ella debe hacer “todo lo posible”. Los asistentes de campo la miran como gavilanes, son hombres jóvenes de los pueblos cercanos, contratados por la empresa para que ayuden a los veterinarios a cargar animales, a cogerlos, para que ayuden con el trabajo pesado. Pero también, y eso lo supo Estefanía sin que nadie le dijera, están ahí para que ningún veterinario pueda declarar más animales muertos de los que conviene.
El día hierve y el único alivio posible va desapareciendo con la caída de cada árbol. Estefanía ve, mientras trabaja sin detenerse, que a veces alguno de sus compañeros del equipo logra evadir a los asistentes de campo y se mete en la selva, para luego salir y seguir trabajando. Las primeras veces ella no entiende, todavía la sobrecoge lo intempestivo de todo, la viruta de la madera que le pega en la cara, los árboles que desaparecen a merced de las motosierras, los animales heridos, el trabajo vertiginoso, el calor sofocante. Pero luego entiende. Entre las ramas de un árbol caído hay una cría de marmosa. Tiene dos patas quebradas, y un golpe en la cabeza que le llenó uno de los ojos de sangre. Sangra también por la boca, apenas si respira, agoniza. Estefanía sabe que no hay nada que pueda hacer, aunque tuviera todos los equipos necesarios a su disposición. Los meses siguientes dormirá en la casa, y verá cómo el borde de la selva se aleja, cómo la selva desaparece. Seguirá corriendo detrás de los aserradores, sacando animales, conversará cada día con Nancy, se hará amiga de sus compañeros, tendrá de novio a uno de los biólogos del equipo. Se acostumbrará un poco a todo, adoptará un gato de monte, le renovarán el contrato, visitará los pueblos cercanos, entablará una relación cordial con los asistentes de campo. Luego la compañía terminará la fase de tala y comenzará la inundación de la represa. Estefanía seguirá en el equipo, aprenderá a manipular reptiles grandes, viajará con varios asistentes de campo en una lancha por la represa para buscar animales que aún queden a la deriva, perdidos sobre algún tronco flotante. Ante el miedo de los asistentes de campo, agarrará ella sola a una boa enorme y la meterá en un costal dentro de la lancha. Se ganará el respeto de todos, hará chistes, comerá mecato, se llenará de pecas. Aprenderá cuáles son las reglas del juego. En las noches tendrá un leve dolor en el estómago, sabrá que nada de eso está bien, que su trabajo es una solución simbólica dentro del engranaje burocrático de un mundo empresarial que no sabe nada de los animales ni de los árboles ni de la selva. Aun así el cansancio la ayudará a dormir cada noche sin problema.
Pero los meses siguientes aún no llegan. Estefanía se agacha y con cuidado saca la cría de marmosa de entre las ramas que la atrapan. El animal casi no se mueve, pero está asustado. Ella también lo está. Mira a su alrededor, uno de sus compañeros se ha dado cuenta de lo que pasa. No se dicen nada. Simplemente él se levanta y le pone conversa a uno de los asistentes de campo, el que está más cerca de ella, y conversando se lo lleva lejos. Entonces es cuando Estefanía entiende. Levanta a la cría, la esconde como puede bajo su chaleco y se mete en la selva.
Camina por más de cinco minutos entre los árboles, el calor disminuye y la oscuridad aumenta, cada vez le es más difícil avanzar. Aún puede oír las motosierras, pero lejanas, amortiguadas. Se detiene al pie de un árbol enorme y se saca del chaleco la cría que aún se mueve. La pone sobre el suelo y se quita los guantes de carnaza. Sabe lo que tiene que hacer, lo que todos tienen que hacer, pero se toma su tiempo, como si pidiera permiso. Siente el pelaje húmedo del animal, la respiración entrecortada en su pecho. Le rodea el cuello con las manos. No tiene que imprimir mucha fuerza. Ya casi todo el trabajo está hecho.
Con las manos escarba la tierra hasta que abre un hueco en donde cabe la cría. Tiene las uñas llenas de tierra negra y cree sentir una lágrima que se mezcla con el sudor que le baja por la frente. Coloca con delicadeza el cuerpo pequeño dentro del hueco y lo cubre con tierra. Luego con las botas pisa el montón para apelmazar mejor la tierra, que quede más compacta. Se limpia las manos con la tela de su chaleco y se pone de nuevo los guantes. Sabe que tiene que regresar, pero no se mueve. Sabe que hizo lo correcto, sabe que de haberla declarado, los asistentes se hubieran llevado a la cría y la hubieran dejado agonizar días enteros sin misericordia, por políticas de la compañía que no puede matar animales en sus proyectos de expansión.
Se sienta al pie del árbol, quiere disfrutar un momento de la sombra, de la oscuridad de la selva. Piensa en que si se queda allí, lo de afuera se detendrá. Deja de oír las motosierras, se concentra en los movimientos que se intuyen entre las ramas, trata de darle un nombre de pájaro a cada canto, a cada gorjeo. Pero finalmente Estefanía, en la selva, sabe que todo lo que la rodea se muere de a poco, igual que ella al pie de ese árbol.
Lina María Parra Ochoa
Este cuento hace parte del libro Malas posturas (2018), Fondo editorial Eafit.