Desidia
Emperatriz Muñoz Pérez
Esa noche, en la casita campesina, no fui víctima de ninguna afrenta física, pero la violencia que experimenté a través de Maruja me resultó indefinible...
A Maruja se le murió el papá y cuando nos enteramos, llevaba dos días de muerto. El conductor de la alcaldía fue quien nos trajo la noticia; ese día él llevaba el mercado que le correspondía al anciano como ayuda del gobierno, y lo que encontró fue a la mujer que siempre lo acompañaba, sola, velándolo. Más tarde, por lo que vi y viví esa noche, creo que ella lo hubiera velado eternamente. Maruja no tenía la fibra necesaria para tomar cualquier decisión por más insignificante que fuera.
A Maruja la vi muchas veces, siempre llevaba la cabeza inclinada, y cuando miraba, subía los ojos y se sonrojaba. Era una mujer gruesa y su tamaño aumentaba con el vestido azul cielo de boleros que nunca se quitaba. La cara era redonda, colorada, y en sus labios se pegaban los restos de un labial rojo encendido; tenía el cabello abundante, despeinado y tosco, tal vez por el uso excesivo del jabón de tierra. Sin duda, lo que llamaba mi atención, era la manera como se veía al lado de su padre anciano; él, a pesar de los años y de su ceguera, se mostraba altivo; y ella, muy pequeña, insignificante...
La mujer me incomodaba por su aspecto olvidado y por su excesiva timidez. Mi relación era con el viejo, al que había designado como beneficiario del programa de protección de la alcaldía; sin embargo, no podía pasar por alto a Maruja. Ella no hablaba, sólo sonreía. La única vez que escuché su voz fue para decirme que el anciano no podía ir solo a una revisión médica, que ella debía acompañarlo porque de lo contrario él lloraría al notar su ausencia. Lo que sabía de ellos lo obtuve por información de sus vecinos que, aunque muy distantes, sí estaban enterados de que Maruja no sólo era el apoyo físico y emocional del viejo, sino que hacía las veces de mujer para sus urgencias de hombre. Algunas exageraciones decían que la madre no soportó esto y se murió de pena... De pena moral. Yo no sé si eso mate, pero la gente acude a este diagnóstico cuando desconocen las verdaderas causas.
La casa de Maruja quedaba en el Alto de las ánimas, cualquier alma que estuviera en pena debía rondar por allí, agazapada en medio de los arbustos y bajo la sombra de una neblina persistente y helada. Para llegar, era preciso viajar en carro una hora, y luego caminar treinta minutos, atravesando los matorrales. Allí no había desde hacía mucho tiempo una mano que dominara la naturaleza. El viaje era largo y visitar a Maruja no era una idea muy atractiva, sin embargo, la muerte de su padre era una urgencia y pensé, embriagada de orgullo, que podía vencer mi recelo y servir en algo a Maruja en ese momento. Mas cuando llegué y la vi, supe que era un error. Sentí tanta molestia, todo en mí se rebeló contra ella; rechacé esa figura pesada que acumulaba años sin vivir y el vacío de esa mirada esquiva que me hablaba de la ausencia de emociones con que pasaba sus días. Maruja era la encarnación de la culpa y la desolación. De nuevo estaba con ese vestido, ¿de dónde lo habría sacado? Parecía la copia de alguno que usó cuando era niña. Sí, seguía siendo una niña para ser dominada, no para descubrir y maravillarse. ¿De qué se iba a maravillar?, ¿del hollín adherido a sus manos desde hacía 45 años al frente de un fogón de leña?, ¿acaso de la espuma de jabón que veía cuando lavaba la misma ropa, o cuando fregaba el mismo piso imposible de limpiar, porque siempre estaba lleno de barro? ¿Qué más podía maravillarla?, ¿sería el agua que se acumulaba en los baldes cuando la lluvia era generosa y que veía correr desde el recipiente hasta la mohosa letrina? ¿Qué, qué podía maravillar a esa niña asustada?
Aunque lo intenté no pude transformar ese rechazo en compasión. Estaba furiosa con esa mujer. ¿Cómo era posible que se quedara cuidando un cuerpo muerto durante dos días? ¿Qué hizo en ese tiempo?, ¿repetir? Sí, repitió lo mismo, lo mismo de todos los días, de todos los años, porque al lado de la cama donde estaba su padre muerto, con olor a muerto, con cara de muerto, de muerto de dos días, encontré el plato con la comida, y además lo había bañado. Estaba cogida de su brazo; al verme levantó los ojos y sonrió con la misma timidez de siempre. Yo quería terminar rápido y le dije que debíamos llevarnos al padre. De pronto, sus labios rojos y pegajosos comenzaron a pronunciar el mismo discurso: que él no salía sin ella y que se iba a poner mal apenas no la viera. Esa criatura extraña, detenida en el tiempo, no era más que un apéndice de su padre, imposible de arrancar sin dañarla.
Frustrada e irritada, le dije:
—Maruja, él está muerto. Eso significa que no necesita que usted lo lleve o lo siga cuidando. Ahora no hay nada en él que pueda necesitar de usted.
La mujer clavó sus ojos en los míos, se tiró al piso y, desde allí, alcanzó mis piernas para enlazarlas en un abrazo lleno de llanto. El orgullo y la vanidad que me hicieron ir a esa casa, le cedieron el paso a la culpa y ésta, por su peso ancestral, es más difícil de engañar. Las palabras que usé, más que insensibles, fueron brutales y dolorosas, y por ellas tuve que pasar la noche acompañándola porque, aunque entregó a su padre, se negó a salir de la casa.
... Y ahí estaba yo, acostada sobre unos bultos de no sé qué cosa, mirando a esa mujer dormir con el vestido aquel, después de tolerar su llanto por más de tres horas. La luz esquiva de una vela era lo único que me devolvía cierta tranquilidad. Yo tenía miedo; adoro la ciudad, no aquel silencio espantoso en el que tuve que recorrer todos mis oscuros caminos para enfrentarme, como Maruja, con una niña asustada, que se sentía sola y jugaba a acompañar a otra. Descubrí que los grillos no cantan, gritan; que las aves con sus ruidos denuncian a los fantasmas que recorren los caminos; que la cacería tiene lugar en la noche y todo es un murmullo entre los matorrales.
Maruja, aún dormida, lloraba y, aunque no sentía compasión por ella, tuve que hacerme a su lado para tocarla porque me lo pedía y... olía, olía a ausencia de agua, de jabón, de crema dental; a la presencia del sudor de las noches debajo de mil cobijas; a un vestido hecho piel de no quitarse nunca. Olía a abandono, a inercia, a tedio. Alrededor de la vela comenzaron a danzar las sombras que por años habitaron esa casa: el anciano reclamando, reclamando, pidiendo a Maruja que pagara la deuda que por nacer le debía a la vida, y ella cocinando con el peso de aquel viejo y con el de toda la indiferencia de la humanidad... ¡Qué pobres somos!, ¡qué miserables! ¿Cómo podía dormir yo en ese templo del olvido? ¡Cuál templo! No, era un fogón de leña siempre encendido con migajas de vida amarga regada por todos lados. Al final, la única pregunta que ni con la imaginación pude responder fue: ¿Por qué nadie le hizo el favor de sacarla de esa guarida que apestaba a maltrato y abuso?
Antes de que el sol saliera ya estaban en la casa tres de mis compañeros listos a relevarme en la tarea. Debían llevarla a la sala de velación y, con esto, iniciar ella un camino que seguramente quebraría todo su equilibrio. Les entregué el absoluto manejo de la situación a partir de ese momento, y si lo hice no fue por cobardía, sino por humildad, por la afirmación de mis propias debilidades. Me preguntaron qué iban a hacer con ella cuando todo pasara; además, si podía tenerla en mi casa mientras lo de la velación y el entierro. Por supuesto me negué. Yo ya había tenido mi propia velación, era de ellos cumplir con el resto.
Y fue así como Maruja, una historia hecha de silencio, de voces ahogadas, se convirtió para mí en un mal recuerdo. Y aunque no quise saber más de ella, no pude evitar que, por mucho tiempo, ocupara un lugar en la oscuridad de mis noches al imaginarla fundida entre la niebla, atravesando los matorrales que cercaron su vida.