Escudo de la República de Colombia
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Daniel, un niño al que le falta el brazo derecho, va a visitar a su madre en el hospital mental, acompañado de su tía. Mientras van en camino, piensa qué le dirá a su madre cuando ella le pregunte en dónde escondió su brazo y, por primera vez, ya harto de esta situación, decide no responderle. Entonces se le viene a la memoria el accidente en el cual, hace más o menos dos años, perdió el brazo. La verdad es que no recuerda muy bien ese día. Su padre conducía un poco mal humorado, discutía con su madre por alguna de las tantas razones que siempre tenían a la mano para discutir, y de pronto el auto de un borracho los arrolló. Lo que Daniel sí recuerda con claridad es el instante después del accidente: el mundo al revés, los gritos de su madre, la gente tratando de ayudarlos y un dolor terrible comiéndosele el brazo por encima del codo. Luego cerró los ojos.

En realidad, no lamenta haber perdido su brazo. Lo que aún hoy le mortifica es que ese miembro amputado se hubiese convertido en la criatura que le trastocó su mundo. Fue un solo corte. Profundo, muy profundo. Quedó colgando de hilos de carne y hueso astillado. Tal vez, reflexiona Daniel mientras siente que todo se vuelve más frío en los corredores del hospital mental, si no hubiese sucedido lo que sucedió, en casa todo seguiría en orden.

O tal vez no.

Daniel despertó unos días después del accidente, con el muñón vendado y un hambre insaciable. Aunque su padre apenas fue capaz de sonreír cuando le vio abrir los ojos, por la forma como parpadeó, Daniel notó que se sentía aliviado. Su madre, vendada, con un cuello ortopédico y varias heridas en el rostro, le acariciaba la frente. En ese momento a Daniel le gustó la imprecisa sensación de ausencia en su cuerpo. A pesar de verse sin brazo podía sentir un hormigueo llenando ese vacío, como si el brazo se siguiera moviendo en algún lugar.

Tranquilo, él está bien, le dijo su madre. Daniel no entendió. El doctor que lo chequeaba en el momento dijo: ¿Están seguros de que desean conservarlo? Daniel buscó los ojos de sus padres, tratando de encontrar una explicación, pero los dos desviaron la mirada y dijeron a coro: Sí.

La tía le dice a Daniel que los médicos están seguros de que pronto su madre se pondrá bien, y él piensa para sus adentros que todo es mentira, que su madre nunca se pondrá bien y nunca regresará a casa. Entonces se pregunta: ¿Acaso no son mejores las cosas así? Mientras espera que su tía llene papeles y hable con el doctor, piensa en el momento en que cruzaron la puerta de su casa y vio la espalda de su madre perderse en su habitación, con el brazo acunado como si fuese un bebé y secundada por el silencio incómodo de su padre. En ese instante supo que las cosas no volverían a ser iguales. Nunca más. Ese brazo había llegado para quedarse, había llegado para ocupar un lugar que no le correspondía. La lógica en casa había cambiado drásticamente, y ahora parecía que él solo fuese un fantasma deambulando silencioso y meditabundo por sus pasillos, añorando algo que, tal vez, ni siquiera le gustaba, pero que en definitiva alcanzaba a extrañar. De eso sí estaba seguro.

En las noches Daniel veía cómo acostaban el brazo en una cuna —la cuna que fue su cuna— en su misma habitación. La madre le hacía cariñitos, le decía lo hermoso que era, y Daniel veía asomarse esos dedos que alguna vez fueron suyos, desesperados, pidiendo más mimos. El padre siempre miraba sobre la espalda de la madre, como si observara un lagarto en un terrario, y después miraba a Daniel con la culpa brillando en sus ojos. Daniel alegaba que le buscaran otro lugar a ese brazo, pero su madre respondía: Por Dios, Daniel, es tu brazo. Y luego zanjaba la conversación con un silencio acusador, como si ese argumento fuera más que suficiente. Más tarde, escuchaba a sus padres discutir con la voz muy baja, como si así él no los fuese a escuchar. Su madre decía: Ya calla, que el brazo duerme, y la casa se sumía en un silencio ominoso reverberado por la oscuridad de la noche. Daniel, aterrado, empezaba a escuchar el pulso del brazo, allá, al otro lado de la habitación, y ese sonido irregular lo mantenía despierto hasta muy altas horas de la madrugada.

En las mañanas, siempre muy temprano, Daniel se despertaba bastante agotado. Cuando iba a la cocina a buscar algo para comer, encontraba a su padre tomando una taza de café, con unas pronunciadas ojeras ensombreciéndole la expresión, y mirando muy concentrado cómo el brazo se arrastraba por el suelo.

Los días siguientes fueron una masa amorfa sin nada que los diferenciara, excepto el hecho de que cada vez la atmósfera en casa se hacía más gris. Sus padres no paraban de discutir y Daniel asistía a las sesiones con el sicólogo, en las cuales guardaba un silencio inquebrantable ante cualquier pregunta que él le hacía, anhelando no tener que volver a la escuela.

Daniel camina con su tía por un sendero de piedra que atraviesa un jardín enorme, lleno de personas extrañas que hablan consigo mismas, lloran, se golpean la cabeza o miran el cielo concentradas, sin ni siquiera pestañear. Al fondo reconoce a su madre, sentada en una silla y con los ojos clavados en el suelo. Daniel suspira y, resignado, se prepara para otra visita que con seguridad terminará igual a las demás. Cuánto daría por no tener que volver a ese lugar, por no tener que volver a ver a su madre. Maldice de nuevo a ese brazo que le arruinó su tranquilidad, y lo maldice con el mismo desprecio con el que lo hacía cuando lo encontraba en medio de sus juguetes, retozando feliz entre ellos. En esos momentos se llenaba de impotencia al ver que esa cosa, que para él no tenía nombre, se estaba apoderando de lo que alguna vez fue suyo. Luego lo encontraba debajo de la cama. Luego en el jardín. Luego en el baño. Y su madre siempre corría histérica por la casa, dejando salir gritos de desespero, alegando que si algo le llegara a pasar a ese brazo hermoso, todos se la iban a pagar. Su padre, mientras tanto, caminaba como un alma perdida, ignorando todo a su alrededor. Y su tía, que de cuando en cuando los visitaba, le decía que no se preocupara, que pronto todo volvería a estar bien. Lo decía con ese tono por el que Daniel, hacía mucho tiempo, ya le había dejado de creer.

Su madre no los saluda. La tía le entrega unas frutas y le dice que la extrañan, que Daniel tenía muchas ganas de verla y decirle cuánto la quiere. Daniel se limita a escuchar. Y a recordar a su padre. Es en estas situaciones cuando desea poder tenerlo a su lado. Se pregunta qué estará haciendo, en dónde andará; una pregunta que ha procurado no volver a hacerse pero que, persistente, vuelve a su vida una y otra vez. Lo extraña, así no quiera aceptarlo.

Porque una mañana, no hace mucho tiempo, su padre se marchó. No dijo para dónde iba ni cuándo volvería. Y nunca volvió. A veces llamaba, al parecer desde un lugar muy lejano, porque a Daniel le daba la impresión de que su voz se escuchaba a millones de kilómetros de distancia, y sostenía una conversación de escasos minutos en la que, por lo general, se limitaba a hacer preguntas intrascendentes, como por ejemplo: ¿Cómo está el clima por allá? Su madre ni siquiera volvió a preguntar por él, para ella era como si nunca hubiese existido, pues ahora su vida giraba en torno a ese brazo asqueroso que se arrastraba por las escaleras, por la sala, por la cocina, siempre listo a indisponerle el día a Daniel. Esa deliberada indiferencia de la madre inquietó al niño, pues parecía que pronto, en cualquier momento, él también haría parte del paisaje, como un objeto más.

Su madre no dice nada durante toda la visita y, muy de vez en cuando, le regala a Daniel unas miradas llenas de desprecio. Eso a él ya le dejó de importar, ya está más que acostumbrado. Recuerda lo que hizo con ese brazo del demonio y no siente el más mínimo atisbo de culpa en su interior.

Esa noche sentía el brazo retorciéndose dentro de la bolsa, como un gato desesperado. Afuera hacía frío. Las noches en las calles de ese barrio siempre habían sido de lo más solitarias, pero a Daniel ya no le producían miedo. Regresó la vista a la casa y allá, en medio de los árboles, pudo ver la ventana de la habitación de su madre. La luz estaba apagada, todo marchaba según lo planeado.

Llegó al parque y, en medio de los arbustos, encontró el hoyo que durante todos esos días estuvo cavando con su única mano. Fue un trabajo difícil, pero valió la pena. Dejó caer el bulto dentro del hoyo, y el brazo, como si presintiera lo que estaba a punto de suceder, se agitó desesperado, rompiendo la bolsa con las uñas. Antes de que el brazo pudiera empezar a arrastrarse, Daniel agarró una piedra y la dejó caer sobre él. Luego lanzó otra y, para mayor seguridad, otra más. Al final, con su única mano y ayudado de sus pies, le echó tierra.

Después de eso su madre nunca pudo recuperarse. Cayó en una profunda depresión y acabó de perder la cordura. A veces amenazaba a Daniel, diciéndole que si no le confesaba en dónde estaba el brazo, lo echaría a la calle a que se muriera de frío. El padre nunca volvió a llamar y la tía se hizo cargo del niño. La madre fue internada en un hospital mental y desde eso Daniel trata de evadir de todas las formas posibles la obligación de ir a visitarla, pero su tía siempre termina arrastrándolo hasta ese lugar. Como hoy, por ejemplo. En este mismo instante, la madre, que nunca le habla directamente a Daniel, le dice a su hermana: Pregúntale a este niño en dónde metió el brazo; el pobre tiene frío, yo sé que tiene frío.

Daniel, al escucharla, solo sonríe y mira en otra dirección.

 

*Este cuento pertenece al libro Ahora solo queda la ciudad (Hilo de Plata Editores, 2017)